Nunca he creído en la mala suerte, aunque en múltiples
ocasiones me he visto tentado a adoptarla. Como el ateo que reza cuando se
acerca la muerte. En los malos momentos cualquier refugio parece bueno para el
alma.
La mala suerte es un recurso baldío. Un terreno estéril. Ese
amigo peligroso que tu madre te dice que no te va a traer nada bueno.
La mala suerte es la conclusión precipitada de un cerebro
cansado de luchar, o quizás temeroso de explorar lugares inhóspitos que le
lleven a conclusiones desoladoras. O sencillamente dolorosas.
Nos cuesta tener conversaciones difíciles, comunicar malas
noticias… mirar cara a cara a nuestros temores. El miedo, no es la primera vez
que se dice aquí, es el mayor de nuestros saboteadores. No hay nada malo en
reconocer que nos da pereza enfrentarnos a lo que nos desagrada. De los demás,
y, sobre todo, de nosotros mismos. Yo diría que es un comportamiento de lo más
humano. Lo malo no es esa pereza, lo malo es no superarla y quedarnos cruzados
de brazos.
Porque la mala suerte es un trapo que todo lo tapa,
que tranquiliza la conciencia, pero que no resuelve nada. Es la
oportunidad perdida de una mirada retrospectiva en busca de aprendizajes.
Aceptar la mala suerte es declinar la responsabilidad sobre tu destino, escoger
el papel de víctima frente al de protagonista. En los peores momentos prefiero
pensar que lo que me pasa es fruto de mis decisiones a creer en la mala suerte,
la primera opción me propone una reflexión y me invita al cambio. La segunda me
deja atado de pies y manos a merced de un destino caprichoso.
Incluso en aquellos sucesos que parecen fuera de nuestro
control, siempre tenemos la última palabra. Y no lo digo yo, lo decía un tipo
mucho más sabio, Victor Frankl, que en “El
hombre en busca del sentido” toma distancia con la mala suerte
para contar su experiencia en un campo de concentración nazi:
“A un hombre le pueden robar todo, menos una cosa, la última de las
libertades del ser humano, la elección de su propia actitud ante cualquier tipo
de circunstancias, la elección del propio camino”.
Está claro que hay circunstancias fuera de nuestro control,
vivimos en un planeta que gira constantemente a 1600 km/h en medio de una
galaxia en la que somos menos que un pequeño punto, es decir, tenemos un frágil
existencia a merced de las fuerzas gravitatorias… pero si no pensamos en eso en
nuestro día a día, ¿por qué dar protagonismo a otras cosas que ni siquiera
tienen entidad?
Desde un punto de vista filosófico y físico la mala
suerte no existe.
Lo que escapa de nuestro control no es mala suerte, es
simplemente una parte de nuestra vida donde no conviene derrochar energía.
La mala suerte es el Reflex para los dolores de un
músculo muy concreto, el cerebro. Sí, te los alivia, pero no te cura. La
mala suerte además crea adicción, la adoptas una vez, y te sientes empoderado
para adoptarla en una próxima ocasión. Es como si la acumulación de
desdichas sirviese para reforzar tu posición, aunque lo que realmente hace es
desviar tu atención de aquello sobre lo que sí tienes influencia. La
mala suerte marida muy bien con la resignación. Pero rendirse no es opción.
Es fácil decirlo, y más fácil aún escribirlo, lo sé. Es
hasta redundante, la mala suerte es mala. Hoy me dijeron que tuve mala suerte y
me sentí tentado adoptarla. En su lugar escribí este post con las tripas, y he
comenzado a olvidarla.
bad luck by Ruben Semedo from the Noun Project
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