La macroeconomía le hará pagar sus errores a la micro y eso es algo que
muchos verán, por ejemplo y muy concretamente, en las próximas boletas de
electricidad y de gas. Enrique Villegas / LA NACION - Archivo
El inigualable profesor Juan Carlos de Pablo me contó una
historia que quiero compartir con ustedes, como introducción a la columna de
hoy.
“Un reconocido académico de Europa del Este, muy famoso y
premiado, escribió su teoría sobre la credibilidad y los hechos posteriores.
Contaba él que un día, que nunca entendió ni cómo ni por qué, le fue infiel a
su mujer con una compañera de la academia. Arrepentido, se lo contó a
su mujer y, según sus palabras, desde ese día empezó su martirio, porque
ella, conmocionada por el hecho pero agradecida por su sinceridad, lo perdonó.
Desde ese día, cada vez que llegaba tarde por exceso de
trabajo o por problemas de tránsito, su mujer lo recibía con un
lapidario: “¿Se puede saber dónde estuviste?”. Hasta llegó al
punto de tener que mentir para evitar referirse a un hecho verdadero pero poco
creíble –como la pinchadura de un neumático–, y dar una excusa más aceptable.
La enseñanza de este académico a sus alumnos, usando su
historia personal, fue que “una vez que se pierde la credibilidad, se
pierde el poder de acción”. Y, por más que digas una verdad, siempre
será sospechada de no ser tal.
Claramente, parece que esta vez nuestra Argentina
quiere empezar a ordenar sus cuentas fiscales. Pero, ¿tiene la
credibilidad necesaria para poder sostener esta política que tanto combatió en
el tiempo?
Si bien los mercados salieron del estado de pánico, nadie
quiere invertir nada más allá de marzo de 2023. La duda es: en un año
con elecciones, ¿seguirán con el ajuste o empezarán a repartir favores de
nuevo, sacrificando futuro para ganar algo en el presente?
Luego de sostener por muchos años lo contrario como base de
un modelo económico, los funcionarios decidieron quitar subsidios,
mejorar el tipo de cambio oficial para algunos sectores, arreglar con el
FMI las pautas para que al menos ellos financien los desembolsos que
tenemos que hacer en estos meses, subir las tasas de interés para incentivar a
los inversores a mantener los pesos y a no sacárselos de encima, incentivar el
negocio financiero por sobre el productivo ofreciendo rendimientos por encima
de la inflación.
Si bien son medidas que ayudan a alejarnos del precipicio,
¿es creíble que un gobierno que hizo propias las banderas del no ajuste, del no
endeudamiento, de tasas de interés negativas y del repudio a los organismos
multilaterales y a empresas de origen americano predique ahora casi lo
contrario?, ¿se puede mantener este tipo de medidas cuando quienes las ejecutan
no creen en ellas? ¿Por qué habría que creerles?
El problema es que, aunque el camino elegido sea el
correcto, si los pasajeros perciben que los pilotos son cambiantes y dan
volantazos, difícilmente disfruten de viajes largos.
En lo personal, creo que las medidas ayudan a estabilizar
las cuentas fiscales y a enderezar el barco, pero que, por hacer todo
tarde, la recesión es inevitable, puesto que el poder adquisitivo de
los ciudadanos va decreciendo y el costo financiero de acumular mercadería sin
vender es ya muy oneroso para las empresas. Esto en economía se llama “costo de
oportunidad”.
Es como si la macro le hiciese pagar el costo a la micro de
sus errores de manejo. Ya lo vamos a notar cuando nos lleguen las tarifas con
incrementos, cuando veamos el costo financiero de una tarjeta de crédito o el
descuento de un cheque para un industrial o comerciante.
Sumado a esto, la incertidumbre para fijar precios
perturba cualquier planificación presupuestaria. ¿El dólar vale 140,
200 o 280 pesos? ¿La inflación será de 80, 90 o 100%?
¿Un exportador no sojero, tiene incentivos para vender
divisas a 140 pesos, si a otros sectores le reconocen 200 pesos por dólar? Un
importador, ¿a qué precio de reposición calcula su próxima compra en el
exterior?
La incertidumbre paraliza y termina siendo el peor enemigo
del emprendedor, del trabajador o del consumidor.
El Estado empieza a ajustar, pero el ciudadano es el que
paga la cuenta. Voy a usar un ejemplo cotidiano para expresar por qué
la recesión castiga al sector de menores ingresos.
Supongamos que una persona a la que llamaremos Juan percibe
por sus conferencias un ingreso similar al que le paga a una empleada, a la que
llamaremos Inés, por su ayuda semanal en los quehaceres hogareños. Supongamos
que los comentarios de los asistentes a las conferencias de Juan empiezan a ser
muy críticos por su falta de innovación. Es muy posible que dejen de contratar
a Juan y que él pierda una fuente de ingresos.
Juan, seguramente, hablará con Inés y le explicará que las
cosas no le están saliendo muy bien, y que, por restricción presupuestaria, por
un tiempo va a prescindir de sus servicios.
Pregunta: ¿quién paga la mala gestión? ¿Juan
o Inés? Él, seguramente, perderá calidad de vida, pero mantendrá su equilibrio
monetario. Pero, para ella, ese trabajo representa el 100% de sus ingresos.
Siempre la recesión la termina pagando quien no puede trasladar a precios su
mala gestión.
Es fácil ganarse el cariño de la gente repartiendo dinero,
sobre todo si es dinero ajeno. Pero se hace difícil no ganarse la antipatía
cuando se deja de repartir.
La recesión inevitablemente lleva a replanteos políticos
profundos. Yo creo que la sociedad entendió que la inflación y el
desorden macro nos quita cualquier posibilidad de desarrollo futuro y
que, si el horizonte es claro, es justo y hay evidencia de que el esfuerzo vale
la pena, es factible que se pueda convivir con este ajuste. Ahora, nuestros
dirigentes, ¿estarán a la altura de la sociedad? ¿Están dispuestos
ellos a hacer su ajuste? Para mí, no, y van a hacer lo posible para
preservar sus lugares de privilegio. Quedará por ver si la sociedad aprende a
castigar la demagogia inconducente.
Parece que nuestra cultura sostiene un falso dogma: comemos,
nos vestimos, gozamos, o nos vacunamos gracias a un presidente o a un partido
político. Como si fuese una cuestión de fe y no de esfuerzo, de buscar y de
construir el futuro que cada uno anhela. Lo bueno es que, para mí, la
sociedad se está dando cuenta y quiere cambiar.
La reputación se mide por lo que se hace, no por lo que
se dice. El prestigio vale mucho más que cualquier decreto o suma de
dinero. Para perdurar y trascender se necesita crédito económico y crédito
social; o sea, ganarse la confianza del prójimo, y eso se logra con valores no
monetarios. El prestigio no se compra ni se vende, se siente o no se siente. Lo
bueno es que, para mí, la sociedad se está dando cuenta y quiere cambiar.
Mantengo mi firme optimismo respecto de que la exposición
permanente de los hechos por encima de los relatos y la tecnología como
difusora inmediata de los acontecimientos que nos lleva a vivir en un mundo
cada vez más transparente y más expuesto, van a producir a un cambio muy
positivo.
Si vamos a comer a un restaurante donde la cocina no está a
la vista de los comensales, es probable que los cocineros no sean cuidadosos a
la hora de distribuir las paneras, o si se cae un tomate o una milanesa al
suelo, seguramente terminará en un plato de unos de los clientes. En
cambio, si la cocina está a la vista de todos, es muy difícil que los
cocineros manipulen mal los productos. Obvio que es más caro, pero
creo que los comensales siempre elegirán la transparencia. Amigos, ser
transparentes y creíbles, tarde o temprano paga con creces.
En estos últimos años, como sociedad, aprendimos a
medir no solo la escasez, sino también el costo de oportunidad de decisiones no
tomadas a tiempo. Y aprendimos que lo que está en juego es nuestro
tiempo, que es el valor más escaso.
Hay una gran luz de esperanza: si la batalla cultural de lo
que significan el mérito, la educación como motor, la ética y honradez como
pilares y la transparencia como sistema de intercambios ocupa la agenda diaria,
quizás la Argentina sea el lugar para nosotros y nuestros hijos. Si es verdad
que los mercados se adelantan a los procesos económicos y sociales, creo
que los precios de los activos argentinos ya descuentan el estresante escenario
y hace varias semanas empezaron a recuperar valor.
Creo que algunos inversores comenzaron a percibir que son
muchos más los ciudadanos argentinos que quieren vivir de la dignidad de su
trabajo y esfuerzo, y no de dádivas gubernamentales. El éxodo de
nuestros hijos nos está haciendo reaccionar y ver que, así, no vamos a ningún
buen puerto, y que es mejor pelearla en nuestro país que ser un sudaca en algún
lugar del mundo. ¿Seremos capaces de hacerlo? Si usted cree, como yo, que la
respuesta es sí, la Argentina es una oportunidad.
Claudio Zuchovicki