Nadie puede desarrollarse plenamente sin reconocimiento de
los demás. Por eso se ha dicho que para existir en plenitud precisamos una
explícita o implícita aceptación ajena. Ninguna
persona, en fin, puede vivir sin auto afirmarse y/o al margen de los demás.
Bien lo detalló Martin Buber en su inolvidable Yo y tú.
Esa imprescindible necesidad de interlocución positiva con
otros debe ser encauzada. La inadecuada
gestión de la ineludible autoestima suele conducir a una patología grave,
por lo demás excesivamente frecuente. Acaece en todos los niveles, pero
primordialmente cuando alguien por el motivo que sea ha alcanzado algún tipo de
prestigio o autoridad sobre otros.
Es frecuente encontrar individuos que en situaciones previas
mostraban comportamientos razonables, que parecen perder el sentido común
cuando son investidos en posiciones que implican relevancia sobre otros. La
primera causa suele ser la inseguridad.
Cuanta más carencia tiene alguien de certeza en lo acertado de las propias
decisiones, más probabilidades de que con empaque se pretenda suplir la escasez
de actitudes o habilidades para el buen gobierno.
Si es prontamente encauzada, esa propensión no va a mayores.
Desafortunadamente, es usual que mandos intermedios desarrollen un pueril
engolamiento que comience a marcar distancias con el resto de compañeros. Ese
incremento de la indecisión suele ir seguido de envaramiento o vehemencia en el
trato. Se produce así un círculo vicioso en el que algunos consideran que
poseen todas las verdades sobre lo humano o lo divino únicamente porque
alguien, quizá por equivocación o sencillamente porque no había otro menos
inepto, le ha seleccionado para llevar el timón de un departamento.
El mentecato sendero que conduce a la protervia es escalado
altivamente por quienes piensan que el mundo –o al menos su organización- alcanzó
relumbrón únicamente cuando ellos llegaron. Se tiende enseguida a minusvalorar
el esfuerzo ajeno y se centra la conversación en los éxitos logrados por
quienes he venido a denominar en alguno de mis libros directivos-saltimbanqui.
Un ego híper desplegado,
sin controles convenientes, produce en primer lugar distanciamiento, mayormente
de quienes no doblan el espinazo rendidamente –siquiera de forma hipócrita-
ante el fatuo. Además, tiende a retroalimentarse con quienes sabedores de la
debilidad del superior lo manejan a base de desatinadas alabanzas. De ese modo
se emprende una acelerada carrera de círculo vicioso en la que quien gobierna
cada vez está más convencido de que su modo de hacer –muchas meces estólido- se
encuentra en la raíz de los éxitos colectivos. Todo, porque quienes le rodean
se burlan implícita o explícitamente de él cantándole alabanzas sin mesura.
Algunos directivos se tornan más bien en críos inmaduros,
repletos de caprichos insolentes y siempre urgentes.
La superación de esta
ceguera petulante no es sencilla, porque reclama una virtud difícil de asumir.
Se denomina humildad. De ella, escribió la mejor literata española, que es la
verdad.
Escapar de la jactancia es arduo, porque una vez instalada
una persona en el convencimiento personal o colectivo de las inquebrantables
raíces de sus decisiones, huir del fanatismo no es evidente. Es tal la ceguera
que provoca el cerrilismo que lo de menos es la bandera a la que sirve, y lo
que más el hacerlo con porfía inalterable. Se pasa enseguida a culpabilizar a
los demás de los malos resultados, de los obstáculos, de las faltas de
comunicación… Cualquier cosa antes que asumir que la transformación bien
entendida comienza siempre por uno mismo.
Cuando un empresario o directivo con pocos años de presencia
en el mercado proclama su deseo de convertirse en el referente mundial de un
sector en realidad muestra ausencia de
sentido común. Sin raíces puede berrearse, pero nunca construirse algo
consistente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario