Dudo de la gente que afirma rotundamente que algo es de
cajón si no se está refiriendo a una operación aritmética comprobable con
calculadora Casio manual de las de toda la vida, de esas que llevan sobre su
piel de plástico fórmulas tatuadas con compás.
La vida me ha enseñado que no hay verdades absolutas, todo
es cuestión de perspectivas, de mapas mentales únicos y personales con los que
interpretamos la realidad. Si tu verdad y la mía difieren acerquemos posturas o
acordemos la imposibilidad de hacerlo. Mejor reconocer nuestra incapacidad para
alcanzar acuerdos que ahondar la brecha que nos separa asiéndonos con fuerza a
nuestra visión, siempre, voluntaria o involuntariamente, sesgada.
Supongo que las certezas nos dan seguridad, falsa seguridad,
por eso nos encanta que abunden en nuestra vida, aunque se conviertan en lastre
en alguna ocasión, en la mayoría de las veces, diría yo. Algunas tan claras
como cuando nos aferramos a creencias limitantes del tipo “eso no lo puedo
hacer yo” sin ni siquiera haberlo intentando.
A veces incluso nos
ceñimos al sin sentido de creer a ciegas en los sentidos como si los ojos no
siguieran también dictámenes del cerebro. Y creamos grandes inseguridades
de defectos propios inventados, o cuando menos, cuestionables. En lo profesional o en lo personal la
solución a la mayoría de nuestros problemas pasa por querernos más, desde
el silencio no desde la petulancia, desde un cariño sincero y no desde una
impostada arrogancia carente de humildad.
Recientemente la magia de la vida ha transformado algo que
creía un defecto físico en una virtud. Es una historia sesgada por mi realidad,
como todas, y quizás algo forzada para demostrar mi razonamiento anterior, que
es el contexto y el sentido último por la que la incluyo en este post. Pero es
ante todo una historia que me apetecía compartir.
Resulta que tengo un pequeño grano en la nariz. En algún
momento de mi adolescencia y probablemente debido a una manipulación poco
eficiente de una espinilla apareció por allí. No es ni tan grande como para
decir que sea uno de mis rasgos característicos ni tampoco para poder
disfrazarme de bruja en carnaval con solo ponerme un sombrero negro de pico.
Pero, lo reconozco, siempre me ha molestado. Rompe la homogeneidad porosa de mi
nariz y aunque puede haber pasado desapercibido para muchas personas, cada vez
que me miro a un espejo se convierte en el epicentro de mi cara. Si existiera
un borrador de granos de venta en farmacias, hace tiempo que habría dejado de
existir.
Desde hace cuatro años, además de un pequeño grano en la
nariz, tengo un pequeño ser humano a mi lado, mi hijo.
Miguel, que así se llama, se acostumbró de bebé a quedarse
dormido tomando pecho, mientras sus pequeñas manitas jugueteaban con una
pequeña verruga que se su mamá tenía en la espalda. Cuando se acabó la
lactancia aquella verruga se convirtió en un salvavidas al que aferrarse cuando
aparecía el sueño y con él los miedos de la oscuridad. Cada noche cuando su
cuerpo le dice que está a punto de adentrarse en los desconocidos terrenos de
Morfeo, la toca y le da seguridad. Nada malo puede ocurrir agarrado a ella.
Hasta aquí nada con objetar, excepto que este hábito le ha
generado una dependencia maternal. El término científico para este fenómeno
creo que es mamitis. He intentado muchas veces ser yo quién le acompañe a
dormir pero sólo cuando el nivel de agotamiento era tan grande que no había
espacio para nada más en su cama, ni siquiera para los miedos, podía cumplir mi
propósito. El resto de noches podíamos leer algún cuento, podíamos jugar,
podíamos incluso apagar la luz, pero cuando una caída de párpados más lenta de
lo normal le advertía de la llegada inminente del sueño, pedía entre sollozos
la presencia de mamá.
Hasta hace tan sólo unos días. En uno de estos intentos
Miguel empezó a palparme la cara como tratando de reconocerme en la oscuridad
con sus manos, y fue entonces cuando le ofrecí detenerse en el grano de mi
nariz como prueba de mi identidad. Y así fue comenzó a frotarlo cual lámpara
maravillosa dejando que el deseo del sueño le venciera.
Llevamos ya varias noches de éxito con el mismo método. A él
le da la paz antes de dormir y me también he de decirlo me produce cierta
felicidad. Quién me lo iba a decir, aquel defecto en la nariz se ha convertido
ahora en la parte favorita de mi cuerpo.
Así de sencillo es
todo, el tiempo y la perspectiva suelen variar el sentido de las cosas.
El apego a nuestras creencias puede tener más de hábito
pernicioso que de proveedor de seguridad. Tener
la mente abierta y buscar el lado positivo de lo que nos acontece es siempre la
mejor opción para obtener la felicidad a corto plazo, porque en largo… ya
se verá… y probablemente con otros ojos.
Ir por la vida tratando de convertir tus defectos en
virtudes es una buena actitud, pero ante todo una actitud muy práctica que
suele dar sus frutos.
Nunca me ha gustado demasiado pensar en la muerte, entre
otras cosas porque me resultaba difícil encontrar un modo agradable de
visualizarla. Sin embargo ahora ya sé cómo me gustaría irme de este mundo:
dentro de muchos, muchos, muchos años , tumbado en la cama, vencido por el
cansancio de una vida llena de momentos felices, con mi hijo a mi vera. Me
gustaría que me acariciara el grano de la nariz. Y entonces con una sonrisa
nostálgica en mi rostro, sentir la misma paz que siente él ahora al cerrar los
ojos, para poder adentrarme en el sueño, el último, sin miedo. Nada malo puede
ocurrir cuando mi hijo me toca la nariz.
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