En varias ocasiones he escrito en este blog sobre como a
muchas organizaciones les cuesta adaptar la forma en que gestionan su capital
humano a las exigencias de un entorno –el actual– que poco tiene que ver con el
contexto económico, tecnológico y social en que fueron creadas muchas de esas
prácticas.
En algunos casos es la inercia del “siempre se ha hecho así”
lo que hace que algunas empresas sigan aplicando soluciones que les pudieron
llevar al éxito en el pasado, pero que difícilmente producirán los mismos
resultados en un escenario radicalmente diferente.
En otros casos
son los marcos cognitivos de los
que son prisioneros dirigentes y no dirigentes. Modelos mentales que han
desarrollado a lo largo de su vida profesional como resultado de la educación
recibida y los comportamientos que han observado y que les hacen entender la
gestión de personas de una manera determinada.
A veces la resistencia proviene de los intereses
individuales de personas concretas o funciones enteras que, consciente o
inconscientemente, quieren preservar su status, o defienden estructuras y
procesos que son la razón de su existencia.
En otras ocasiones, detrás de ese inmovilismo encontramos
sistemas retributivos diseñados para recompensar los logros a corto plazo,
incluso cuando estos logros hipotecan la capacidad de adaptación de la
organización a medio plazo.
A lo anterior se suman, por una parte, unas prácticas
organizativas y de gestión de personas que a menudo no son fruto de una
reflexión sobre lo que la organización realmente necesita, sino consecuencia de
la tendencia a adoptar soluciones estándar ante la incertidumbre, la falta de
diversidad entre los directivos de las empresas, o la creencia de que existen
“mejores prácticas” que sirven para cualquier organización con independencia de
su situación.
Y, por otra, el hecho de que en no pocas empresas, la
función de Recursos Humanos carece de la credibilidad, y a veces también de la
capacidad, para impulsar en el seno de la organización los cambios necesarios,
perdiendo de este modo la oportunidad de ayudar a sus compañías en esta época
de transición a conocerse mejor a sí mismas, cuestionarse ciertos patrones de
comportamiento y desarrollar un conjunto de capacidades humanas que las
diferencie de sus competidores…
En este contexto, me pregunto en que medida el vocabulario
que se utiliza en muchas empresas para hablar de liderazgo o de gestión de
personas no estará contribuyendo también a perpetuar modelos del pasado. Al fin
y al cabo el lenguaje que emplean los miembros de una organización es un
elemento de su cultura que refleja y al mismo tiempo refuerza una determinada
forma de entender el mundo.
Por ejemplo:
¿Qué idea transmitimos y reforzamos cuando nos referimos al
líder de un equipo como “el superior” y al resto de sus miembros como sus
“subordinados”?
¿Y cuándo, para saber quién es el líder de una unidad,
preguntamos a sus miembros “de quién dependen”?
¿Y cuándo usamos el término “trabajador” en contraposición a
la palabra “directivo”?
¿Y qué hay de palabras como “mando” (o, peor aún, “mando
intermedio”) o “ejecutivo”?
No sé si también os pasa a vosotros, pero a mí cada vez me
rechinan más.
Creo que si tuviéramos presente de dónde proceden esos
términos, cuál es su significado último, y qué forma de entender las relaciones
entre las personas y las organizaciones reflejamos y perpetuamos con este
lenguaje, elegiríamos más cuidadosamente nuestras palabras.
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