Por qué fracasamos en lo que nos proponemos
Por frustrante que pueda ser admitirlo, los seres humanos
estamos muy lejos de ser infalibles. Ahora bien, las causas de nuestros
fracasos son diversas y, en muchos casos, podemos actuar sobre ellas para
evitarlos o, al menos, para reducirlos.
La primera causa del fracaso humano es la incapacidad
Hay cosas y situaciones que, sencillamente, somos incapaces
de evitar, bien porque exceden nuestra capacidad para comprenderlas, bien
porque, aunque las comprendemos, no podemos actuar sobre ellas ni cambiarlas.
La segunda causa del fracaso humano es la ignorancia
A diferencia de lo que ocurre con la causa anterior, en este
caso sí seríamos capaces de evitar el fracaso, si supiéramos cómo hacerlo.
Fracasamos porque desconocemos total o parcialmente qué hay que hacer o cómo
hay que hacer para obtener el resultado deseado.
La tercera causa del fracaso humano es la ineptitud
Esta es probablemente la más frustrante y dolorosa de las
tres causas, ya que es la más fácil de evitar y, paradójicamente, la más
frecuente. Ineptitud significa disponer del conocimiento sobre qué o cómo hacer
para lograr un resultado determinado y de la capacidad para hacerlo, pero
fracasar, a pesar de ello, por no aplicar correctamente lo que sabemos.
Las causas del fracaso han cambiado
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la
vida de las personas se ha visto afectada principalmente por fracasos asociados
a la ignorancia. Hasta hace muy poco tiempo, ignorábamos qué hacer o cómo hacer
para lograr los resultados que queríamos en áreas tan críticas como la salud,
por citar una de ellas.
Sin embargo, y en tan solo unas décadas, la cantidad de
conocimiento que la ciencia nos ha proporcionado ha sido de tal magnitud que ha
cambiado por completo esta tendencia histórica. Este cambio nos ha llevado a
una situación sin precedentes en la historia de la humanidad, en la que las
causas de fracaso atribuibles a la ineptitud son tan numerosas como las
atribuibles a la ignorancia, e incluso superiores en muchos casos.
Las repercusiones sociales de esta nueva situación son
importantes y nos enfrentan a un reto de considerables dimensiones. A fin de
cuentas, el fracaso por ignorancia es algo que se puede entender y perdonar, ya
que es difícil exigir más a quién ha hecho todo cuanto estaba en su mano, pero
el fracaso por ineptitud es imperdonable.
A más conocimiento, menos ignorancia y más ineptitud
El desarrollo científico y tecnológico ha conllevado también
que el mundo que nos rodea sea cada vez más complejo. Es un peaje inevitable.
Por ejemplo, los primeros aviones eran mucho menos seguros que los actuales,
pero indudablemente más sencillos. En este y en la mayoría de los casos, el
conocimiento se ha traducido simultáneamente en una mejor prevención del
fracaso, pero también en un mayor grado de complejidad.
El problema de la complejidad es que supera la capacidad
del ser humano. A partir de cierto nivel de conocimiento, la
complejidad asociada a su aplicación es tan considerable que el riesgo de
fracasar por aplicar mal lo que se sabe comienza a ser relevante. Nos encontramos así ante una situación paradójica en la
que el aumento de conocimiento reduce el fracaso por ignorancia, pero
aumenta el fracaso por ineptitud.
Frente a esto, el fracaso por ineptitud en entornos
altamente complejos generalmente no se castiga, por entenderse inevitable. En
su lugar, y en vez de probar estrategias alternativas, se intenta reducir –
infructuosamente – aumentando la cantidad de conocimiento y experiencia de los
profesionales que trabajan en estos entornos.
La formación en tiempos de extrema complejidad
La forma más habitual de abordar el reto que plantea la
extrema complejidad es la hiper-especialización. Parece lógico. Si reducimos el
campo de conocimiento, compensamos de algún modo el aumento incesante de
conocimiento.
Esta tendencia hacia la hiper-especialización cada vez va
a más. Por ejemplo, de los primeros cirujanos, a los cirujanos
especialistas y de estos a los super-especialistas, que ya no se limitan a
operar un órgano en particular, sino a hacerlo únicamente en tipos específicos
de intervenciones.
Sin embargo, esta supuesta solución ha demostrado no serlo.
Las limitaciones humanas siguen ahí, y la complejidad también, por mucha
hiper-especialización que haya. Lo cierto es que los fallos graves existen en todos
los campos y los cometen todos los profesionales, incluso las personas
mejor preparadas y más experimentadas.
La solución al problema de la extrema complejidad la explica
el doctor Atul Gawande en su libro «The Checklist Manifesto», en el que
documenta todo lo expuesto anteriormente con múltiples ejemplos.
La solución a este problema no es más formación ni más
especialización, sino que requiere de un profundo cambio de paradigma. Un
cambio que se enfrenta al reto añadido de chocar frontalmente contra el ego de
los profesionales, por su simplicidad, ya que a mayor especialización y
dominio, mayor ego y mayor resistencia a admitir soluciones sencillas para
problemas complejos.
La clave es aprender a usar la herramienta número uno de
cualquier persona que se dedica al trabajo del conocimiento: el cerebro.
Aprender a usarlo significa conocer y entender sus
limitaciones, porque eso nos permite contrarrestarlas aplicando estrategias de
eficacia probada por la neurociencia.
Hablamos de adoptar técnicas sencillas como
externalizar la memoria, fragmentar los resultados o desarrollar diversos
hábitos de revisión. Prácticas que están al alcance de cualquiera y
que han permitido en los últimos años evitar los accidentes aéreos por error
humano o reducir drásticamente las infecciones postoperatorias.
Se trata, en definitiva, de desarrollar una nueva
competencia transversal, la efectividad personal, para poder extraer el máximo
beneficio de nuestros conocimientos de una forma correcta, segura y fiable.
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