Luke Doyle interpreta
a 'Dovidl', un virtuoso violinista. Refugiado judío de origen polaco es acogido
por una familia británica en el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Sabrina
Lantos / EXPANSION
La excelencia de
algunos profesionales es el peor enemigo de entornos sociales y laborales que
priman los valores humanos por encima del conocimiento.
Resulta complicado entender el comportamiento humano. En la
vida y en el trabajo las emociones mandan y la certeza absoluta no existe. De
eso va La canción de los nombres olvidados: de dudas, de verdad, de persuasión
y del poder de la memoria. Pero también de certidumbre, del inmenso ego de los
genios y de su profunda soledad, lo que supone un inconveniente para la
convivencia. Porque casi siempre avanzar en solitario para solucionar
conflictos pasados dando carpetazo a todo lo anterior no es la solución.
Prescindir de las explicaciones para aclarar determinadas situaciones puede
convertir nuestra vida y la de los que nos rodean en un cúmulo de malentendidos
innecesarios. La actitud a lo largo de 50 años del protagonista de esta
historia, basada en la novela homónima de Norman Lebretch, es una excusa para
hablar de la inteligencia emocional y hasta qué punto es indispensable en las
relaciones personales y laborales.
La película de François Girard clausuró fuera de concurso el
último Festival de Cine de San Sebastián y se estrena el 13 de marzo.
Ambientada en Londres cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, cuenta la
historia de Dovidl, un niño de nueve años, refugiado judío de origen polaco y
un prodigio del violín, que es acogido por un matrimonio británico que tiene un
hijo de su misma edad. La prepotencia y el orgullo del genio contrastan con la
timidez de Martin, que observa con envidia y admiración la seguridad y
fortaleza del que será su nuevo compañero de cuarto. Bajo esa coraza impropia
de un niño de 9 años, Dovidl esconde la obsesión y una tristeza profunda por el
destino de su familia en una Varsovia ocupada por el ejército alemán.
Y si bien al principio el joven se refugia en su fe, luego
reniega de ella al no obtener el consuelo esperado. Pasados los años Dovidl,
convertido en un virtuoso violinista, desaparece el día de su primer concierto,
dejando en la ruina a la familia que le acogió e invirtió en su talento. Tres
décadas después Martin, convertido en profesor de música y cazador de nuevos
talentos, descubre en una audición a un joven con una destreza con el violín
que sólo había observado en Dovidl. Decide entonces seguir esa pista y comenzar
la búsqueda por medio mundo de su hermano adoptivo para acabar, de una vez, con
la incertidumbre de su desaparición. Girard intercala flashback para contar los
cincuenta años de desencuentros y decepciones de Martin en su convivencia con
Dovidl, un genio solitario que hace lo que le viene en gana sin pizca de
inteligencia emocional, pero, digno de compasión.
En una de las lecciones de Daniel Goleman sobre su teoría de
la inteligencia emocional, afirma que "si no dispones de unas buenas
habilidades emocionales, si no te conoces bien, si no eres capaz de manejar las
emociones que te inquietan, si no puedes sentir empatía ni tener relaciones
estrechas, entonces da igual lo listo que seas, no vas a ir muy lejos".
Aporta un dato: "En el mejor de los casos, el coeficiente intelectual
parece aportar tan solo el 20% de los
factores determinantes del éxito". Efectivamente, Dovidl, a pesar de
cultivar su talento durante años, no alcanzó la meta artística que todos
presagiaban. Según Goleman, "el autocontrol emocional está detrás de
cualquier logro". El violinista carecía de ese don.
Algunos profesionales brillantes también están desprovistos
de ese autocontrol, de esa inteligencia emocional propia del liderazgo, el
trabajo en equipo y la capacidad de escucha que se presuponen en el compañero y
el jefe ideales. A veces, tener menos talento pero ser buena persona, convierte
a profesionales con un conocimiento no tan destacable pero con empatía en la
mejor opción para la convivencia laboral.
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