Durante mucho tiempo, Pigmalión había estado esperando a la
mujer de sus sueños. A una compañera que encajase con su ideal de perfección.
Pero no existía, así que decidió crearla: volcó en el marfil todas sus
exigencias y acabó esculpiendo en piedra a quien él consideró la mujer
perfecta. De tanto admirar la escultura, acabó enamorándose de ella. La
contemplaba durante horas, le hablaba y le lloraba. Y, aunque vivir enamorado
de un objeto inanimado habría sido un final merecido, lo cierto es que
Afrodita, la diosa de la belleza y el amor, atendió sus súplicas y convirtió a
la estatua en una mujer de carne y hueso: así cobró vida Galatea.
Ahora, este mito griego se utiliza en psicología para hablar
de cómo influyen las expectativas de una persona en el comportamiento de los
demás. Igual que el amor de Pigmalión consiguió dar vida a su estatua, las expectativas altas de alguien sobre otra persona dan como
resultado un rendimiento más alto en esta última. Es lo que se conoce como
efecto Pigmalión. Fue descrito por primera vez en 1968 por el prestigioso
psicólogo social Robert Rosenthal, ahora profesor de psicología de la
Universidad de California (EE UU).
Los primeros experimentos que demostraron la existencia de
este efecto se realizaron en el ámbito educativo. Rosenthal y sus colegas
probaron que, si los profesores esperaban un rendimiento mayor por parte de los
alumnos, entonces el rendimiento de los niños mejoraba. Al inicio del curso, se
les dio a los maestros un listado de nombres de alumnos brillantes. Aunque las
pruebas iniciales habían demostrado que estos niños tenían unas capacidades
dentro de la media, al final de curso quienes aparecían en esa lista habían
tenido un rendimiento mayor que el resto de sus compañeros. Las expectativas de
los maestros influyeron en sus alumnos. Este estudio fue el primero que apoyó
la hipótesis de que la realidad puede verse influida por lo que las personas
esperan de ella.
Aunque el grueso de la investigación se ha llevado a cabo en
el entorno educativo, estas conclusiones sirven también para el laboral, donde
el objetivo es aumentar la productividad y conseguir que cada empleado alcance
su máximo potencial. En este caso, como en el del colegio, el truco está en
confiar en la capacidad de los trabajadores de alcanzar buenos resultados. “El
efecto Pigmalión es uno de los recursos que pueden ayudar al gerente a
administrar una organización de manera adecuada. Los hallazgos demuestran que
puede contribuir a mejorar la gestión organizativa y formar parte de las
herramientas que pueden llevar a una organización al éxito”, se puede leer en
la investigación The Pygmalion Effect: Importance in an Organizational Management.
¿Cómo puede alcanzarse este objetivo? Modificando la actitud
de quienes están al mando. Un ejemplo es el contagio de emociones, que se
transmiten de jefes a empleados e influyen en la productividad del grupo.
Durante su última investigación, Daniel Goleman, psicólogo, antropólogo,
periodista y una eminencia de la inteligencia emocional, encontró que, de todos
los elementos que afectan al rendimiento final, la importancia del estado de ánimo del líder y sus
comportamientos son muy relevantes.
De la misma forma, los jefes influyen sobre la productividad
de sus empleados con las etiquetas que les ponen. “Los mensajes que se envían
son importantes para el rendimiento de los trabajadores. Tanto los que se
transmiten abierta y directamente, como los que se transmiten con lenguaje no
verbal”, detalla Diana Navarro, psicóloga laboral. Entonces, conocer los
detalles de este efecto puede ayudar a mejorar la gestión que los jefes hacen
de sus equipos. Las expectativas que se depositan en los empleados pueden
condicionar su forma de trabajar y las posibilidades que tiene de ascender.
- Así funciona
Es un error creer que este efecto se consigue por ciencia
infusa. No es solo el hecho de creer que alguien va a ser productivo lo que
hace que se cumpla. La clave para saber por qué funciona está en la conexión
que existe entre el pensamiento y el comportamiento. Cuando el jefe de un
equipo cree que quien tiene delante es más capaz de conseguir sus objetivos, es
muy probable que oriente su comportamiento en esa misma línea. Es decir, es
posible que deposite su confianza en él, que le asigne tareas que supongan
retos y que le dé espacio para demostrar su valía. Esto hace que la motivación
del trabajador aumente y que, finalmente, acabe convirtiéndose en el empleado
productivo que su jefe esperaba. Lo que en psicología social se llama profecía
autocumplida.
Pero también tiene su lado oscuro. Si el mensaje que se
manda al empleado va en el sentido opuesto, los comentarios o las acciones del
jefe pueden socavar su confianza, lo que hace que el trabajador se autolimite.
Una vez más, las etiquetas que se pone a los empleados condicionan su
potencial. Por eso, Ryan W. Quinn, profesor asociado de liderazgo de la
University of Louisville College of Business, anima a repensar las expectativas
que se han depositado en los empleados y a elevarlas siempre que sea razonable.
Eso implica analizar con detenimiento el comportamiento de los trabajadores
respecto a distintas tareas y plantearse cuestiones como: “¿Qué etiquetas
utilizo normalmente cuando pienso o hablo sobre cada empleado? ¿Qué tienen en
común los grupos que he etiquetado como de bajo rendimiento?”. La tendencia
general es apuntar más alto de lo esperado inicialmente. Pero también con esto
hay que tener cuidado. Cuando las expectativas son tan altas que no son
realistas, pueden aumentar la presión y el estrés y generar el efecto contrario
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