“No es Justo”. La frase
se repite en todos lados, todo el tiempo. Se convierte en clave para entender
los años que corren. Algunos de los mensajes que recibe un gerente de RRHH nos
dan una pista: “No es justo, me he capacitado toda una vida para algo y mi
profesión a cambiado” “Mi jefe no entiende que hay que cambiar, no es justo”
“No es justo, trabajé todo el año y no puedo desconectarme en mis vacaciones
por si me necesitan”. Y no es únicamente en el ámbito laboral. Sentimos que “no
es justo” nuestro tiempo libre, nuestra familia, nuestras relaciones. Eso nos
genera angustia y pesadumbre. Nos sentimos abandonados por el juez que arbitra
nuestros destinos y reclamamos al aire: ya no sabemos ante quien quejarnos.
Cuando
sentimos que perdemos cada partido jugado, hay dos opciones. La primera, la que
intentamos generalmente es jugar mejor: más duro, más hábil, con más compromiso.
Eso es lo que recomendó nuestra sociedad con respecto al trabajo. La ética
protestante, como plantea Weber, fue fundacional en el concepto de capitalismo.
Bauman va más allá en ese análisis, se pregunta si, en vez de esforzarnos más
para cumplir las reglas, debemos empezar a preguntarnos si lo que ha cambiado
son las reglas mismas del juego.
Según
Bauman, la ética del trabajo es una norma de vida con dos reglas
visibles y dos consecuencias ocultas.
Primera
premisa: “si
se quiere conseguir lo necesario para vivir y ser feliz, hay que hacer algo que
los demás consideren valioso y digno de pago”.
Segunda
premisa: “está
mal conformarse con lo ya conseguido, no es bueno descansar, salvo para reunir
fuerzas y seguir trabajando”.
La
primera consecuencia que se desprende es que todos tenemos una capacidad de
trabajo para vender. De esta manera, el trabajo era el estado normal de los
seres humanos, y no trabajar es anormal. Cuidado, el pago no es el único
parámetro. Un artista que gana premios por su música electroacústica no
comercializable también es valorado, pues la segunda consecuencia sostiene que
sólo el trabajo cuyo valor es reconocido por los demás tiene el valor moral
consagrado por la ética del trabajo. Lo que rechaza la sociedad del trabajo es
al vago. Al dispendioso del esfuerzo ajeno.
La ética
del trabajo era, en este sistema uno de los ejes que sostenía la civilización
tal como la conocíamos. Los llamados “Aparatos ideológicos del Estado” según
Althusser forman parte de ese programa moral y educativo que permite el núcleo
del proceso civilizador. Las coincidencias en este tema van más allá de las
ideologías: Ni la derecha ni la izquierda se cuestionaron nunca el papel
histórico del trabajo. La conciencia de vivir en una sociedad industrial iba acompañada
de una convicción: el mundo es una gran fábrica y debemos producir más y mejor.
El
trabajo líquido
Hace décadas que viene haciendo
ruido este sistema que nos dice “intenta más fuerte”. El esfuerzo que nuestros
abuelos nos legaban para salir adelante, parece no alcanzar.
¿De qué manera
podemos imaginar nuevas reglas? Quizás es momento de entender como el
trabajo líquido, el llamado por algunos teóricos “postcapitalismo” haga que
pasemos de ser “trabajadores dignificados” a “consumistas gozosos”.
¿De qué
hablamos cuando hablamos de “sociedad de consumo”? Todos necesitamos consumir,
pero cuando decimos que vivimos en una sociedad de consumo nos referimos a que
para “ser” necesitamos “consumir”. García Canclini lo explica muy bien en
“Consumidores y Ciudadanos”. Nuestros derechos cívicos empiezan a ser menos
importantes que nuestras adquisiciones. Somos en cuanto poseemos. Nuestro
nombre o Documento de Identidad (clásicos instrumentos de una sociedad sólida”)
deja paso a nuestros nicks en las redes sociales. Nuestro saber profesional
sólido (nada más sólido que un título universitario otorgado por un universidad
que lleva siglos dando formación) pierde fuerza ante nuestras habilidades
cognitivas y formas de entender nuestro trabajo.
En las
reglas que conocíamos, el consumo era una consecuencia de la producción. Hoy
están desconectadas. De hecho se necesita cada vez menos personas para
producir. Gran parte de las estructuras actuales, existen porque existieron,
pero no tienen lugar en las nuevas reglas. El downsizing es
el proceso de moda.
A
diferencia del sistema tradicional capitalista, las cosas no están hechas para
durar. De hecho, es necesario que fallen, que tengan una obsolescencia
programada. Es necesario exponerlos siempre a nuevas tentaciones. Las nuevas
reglas necesitan consumidores con crédito, que nunca paguen hoy lo que desean.
Qué terminen de pagarlo mucho después de haber comprado incluso el modelo
siguiente. Así como el patrón industrial necesitaba obreros disciplinados y
obedientes, el nuevo empresario necesita consumidores rebeldes y necesitados de
cambios.
Cómo
medir el éxito de una sociedad así: a través de índices de consumo, dejando de
lado indicadores de la fuerza productiva. El nuevo lema es flexibilidad,
liquidez. Cambios disruptivos constantes. Quitarle el beneficio de la
tranquilidad al trabajador, prometiéndole a cambio una montaña rusa de
beneficios y sorpresas a consumir. ¿Qué implica en el ámbito laboral? Un juego
de contratos y despidos con muy pocas reglas, pero con el derecho de cambiarlas
unilateralmente, mientras la partida se está jugando.
Podemos
quejarnos, podemos alegrarnos. Pero las reglas no son más que la manera que
tenemos de entender el juego. Empecinarse en seguir jugando con las viejas
reglas, sólo nos hará fracasar de manera más dura, más esforzada y con más
voluntad.
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