La competitividad requiere adopción de tecnologías y la
tecnología demanda mano de obra con mayor nivel de calificación. Y la
calificación depende de una educación inclusiva y adaptada a la dinámica de los
nuevos tiempos. En un interesante trabajo del Banco Mundial, recientemente
presentado, llamado "Los trabajos del futuro", se muestra una clara
correlación entre los resultados de las pruebas PISA en ciencias, y el PBI per
cápita. Cuanto más alto son los resultados en las pruebas PISA, mayor es el
ingreso per cápita. Según el mismo estudio, incluso las mejores calificaciones
obtenidas en los países de la región de Latinoamérica y el Caribe están por
debajo de las peores obtenidas en países de la OCDE.
Todo parece indicar que si bien muchos trabajos
desaparecerán en el futuro, muchos otros aparecerán o se desarrollarán. Estos
nuevos trabajos estarán seguramente más vinculados con los servicios, las
personas, la gestión, el arte, el entretenimiento, el procesamiento de los
datos y la información, la robótica, etc. De un mercado laboral diseñado para
trabajos que partían de determinados conocimientos y se extendían a lo largo de
toda la vida, en un mismo lugar, pasamos a un escenario en el que lo más
frecuente es la disrupción continua, la velocidad del cambio y la versatilidad.
La rigidez y las estructuras inamovibles dan lugar a horarios más flexibles,
evaluación por objetivos y espacio para la creatividad. Siempre el progreso
tuvo que ser asimilado, y adoptado, pero la diferencia es que hoy se
experimenta una aceleración en estos cambios tecnológicos que, incluso, impide
una correcta evaluación ética y una toma de decisiones acerca de su utilización.
Este nuevo contexto requiere un elevado nivel de educación
con sólidas bases en matemática, ciencias e idiomas, desarrollando creatividad,
capacidad analítica, de solución de problemas y toma de decisiones. Tenemos que
lograr que a partir de la disponibilidad de océanos de información, los
estudiantes aprendan a sintetizar y extraer aquello que es esencial. Hay que
enseñarles a aprender, porque el aprendizaje continuo es y será clave. La
inteligencia emocional es otro factor a trabajar. La inteligencia artificial
está avanzando, pero ¿qué sería del mundo sin la pasión y la empatía? Y, para
que nuestro mundo pueda ser auténticamente sustentable, enseñar valores y moral
resulta esencial.
El desafío no es menor. Es un tiempo en el que los docentes
tenemos que aprender a la par de los alumnos. No solo se trata de qué
enseñamos, sino también de cómo enseñamos y cómo evaluamos. Los planes de
estudio no pueden ser rígidos, porque el mundo del trabajo ya no lo es. La
presencialidad no tiene el mismo significado que antes. La regulación tiene
también que estar a tono con este tiempo de cambio.
Especialmente a nivel terciario y universitario, los planes
de estudio deben poder actualizarse y nuevas carreras deben poder crearse de
una manera desburocratizada. Formar para los trabajos del siglo XXI requiere
dejar de lado muchas estructuras rígidas del siglo XX. Sin embargo, no se puede
confundir flexibilidad con indisciplina. La disciplina es necesaria para
permitir el aprendizaje. En muchos casos, los límites que los chicos no
encuentran en sus respectivos hogares hay que enseñarlos en la escuela o la
universidad.
Los jóvenes que nacieron a partir de los 90 son distintos a
muchos de nosotros y a todo lo que conocíamos quienes educamos desde hace
décadas. Pero no es verdad que son apáticos, desinteresados y holgazanes. Hay
que encontrar en qué clave enseñarles. No es difícil despertar en ellos la
curiosidad y la voluntad de aprender. Quizá para quienes damos clase sea mucho
más desafiante e implique repensar muchos paradigmas. Pero tenemos la enorme
responsabilidad de prepararlos no solo para trabajar en el futuro, sino para
solucionar muchos problemas que, originados en el pasado, siguen perturbando
nuestro presente.
Alicia Caballero.
Decana de la Facultad de Ciencias Económicas de la UCA
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