Susan David, en
su libro “Emotional Agility”, plantea que el fin último de la agilidad
emocional es mantener un sentimiento de reto y crecimiento vivo a lo largo de
nuestras vidas y recomienda que para conseguirlo debemos, primero, como hemos
visto en una entrada anterior comenzar analizando aquellos factores que nos atrapan a nivel emocional El segundo paso consiste en:
II.- SER CONSCIENTES
DE CÓMO SOMOS
Nuestros demonios internos son simplemente un residuo de
una inseguridad normal, casi universal,
de las dudas y del miedo al fracaso que pueden llevarnos a conductas que no nos
benefician.
Al igual que en cualquier viaje de un “héroe” el movimiento para una vida mejor pasa por conocernos mejor
y dejar que nuestros “demonios”
afloren para poder reconocerlos y enfrentarnos a ellos. Con frecuencia sólo con
reconocer aquello que nos atemoriza y darle un nombre conseguimos disminuir o
neutralizar el poder que ejercen sobre nosotros.
Décadas de investigaciones psicológicas muestran que nuestra
satisfacción vital al enfrentarnos a las inevitables preocupaciones y
experiencias tristes depende no tanto de cuántas experimentamos, ni de su
intensidad, sino de la forma en que nos enfrentamos a ellas. Rumiamos sobre
ellas o las “encerramos” dejando que gobiernen nuestro comportamiento o las
hacemos aflorar y nos enfrentamos a ellas con curiosidad y aceptación. Esto
último no es una muestra heroica de nuestra voluntad sino que consiste
simplemente en mirar a nuestros tormentos personales a los ojos y decir: “De
acuerdo estáis aquí y yo estoy aquí, hablemos, porque soy lo suficientemente
maduro como para controlar todos mis sentimientos y experiencias pasadas y
puedo aceptar esa parte de mi vida sin dejar que me aplasten o me aterroricen”.
El resultado de una investigación llevada a cabo en
Inglaterra mostró que de los hábitos que científicamente se han identificado
como claves para tener una vida plena la
autoaceptación era el que se consideraba más ligado a la satisfacción global. Pero
el mismo estudio demostró que este hábito en particular era el que menos
practicaban los encuestados. Éstos respondían que eran buenos a la hora de
ayudar y dar a otros pero cuando se les preguntaba con qué frecuencia eran
amables consigo mismos casi la mitad decían que en pocas ocasiones. Sólo el 5%
se puntuaban con un 10 en autoaceptación.
La autoaceptación
no supone negar que existen aspectos nuestros negativos sino que nos perdonamos
por nuestros errores e imperfecciones para poder seguir adelante y avanzar para
ser más productivos. El intentar ser conscientes de cómo somos es una muestra
de coraje ya que podemos sentir temor ante lo que podemos encontrar al mirar en
nuestro interior, pero nos va a servir
para comprender y poder mejorar ya que una de las grandes paradojas de la
experiencia humana es que no podemos cambiarnos a nosotros mismos o a nuestras
circunstancias hasta que no aceptemos lo que existe en el momento actual. La
aceptación es un prerrequisito del cambio y cuando dejamos de luchar contra la
realidad podemos empezar a dedicar nuestros esfuerzos a actividades más constructivas
y reconocidas.
La autora considera que un buen enfoque para mostrar más
compasión hacia nosotros mismos y aceptarnos mejor consiste en mirar hacia
atrás y contemplar al niño que una vez fuimos y cómo sobrevivimos a las
circunstancias que nos tocó vivir y que no pudimos elegir. El siguiente paso
nos llevaría a pensar en nosotros como el niño dañado que fuimos en un momento
y en cómo hemos llegado a ser el adulto actual. No recriminaríamos a ese niño,
ni le demandaríamos una explicación sino que tomaríamos a ese niño en nuestros
brazos y le consolaríamos. De esta forma vemos que si somos capaces de
reaccionar de esta forma no tenemos ninguna razón para no tratarnos a nosotros,
ya adultos, de una manera menos compasiva.
El tratarnos a nosotros con amabilidad es especialmente
importante en las etapas duras de nuestra vida. Las personas que están
experimentando una separación, han perdido su trabajo o han perdido la
oportunidad de una promoción, por ejemplo, tienden a castigarse por ello. Su
voz interior les dice constantemente que no son suficientemente buenas.
Cuando nos enfrentamos a nuestras emociones en estos tiempos
difíciles debemos ser capaces de distinguir entre la culpa y la vergüenza. La
primera es el sentimiento de peso y arrepentimiento que surge de ser
conscientes de que hemos fracasado o hemos hecho algo mal. No resulta divertida
pero como todas nuestras emociones tiene un propósito. De hecho la sociedad
depende de estos sentimientos de culpa para evitar repetir errores o malas
acciones.
Mientras la culpa se centra en un hecho específico la
vergüenza se centra en el carácter de la persona y nos pone en el papel no de
un ser humano que ha hecho algo incorrecto sino en el de un ser humano que es
malo. Esta es la razón por la que las personas que se sienten abochornadas con
frecuencia también consideran que no valen para nada y por lo que la vergüenza
rara vez nos motiva a actuar para mejorar. Diversos estudios muestran que las
personas que sienten vergüenza suelen responder normalmente adoptando una
actitud defensiva, tratan de escapar, culpar, negar la responsabilidad o
trasladándola a otros.
La diferencia clave entre las dos emociones se encuentra en
la auto compasión que nos lleva a aceptar que hemos actuado incorrectamente y
nos sentimos mal por ello, lo cual es bueno, pero que esta transgresión no
implica que seamos irremediablemente un ser humano horrible. Podemos corregir
los errores, pedir disculpas y trabajar para ser mejores en un futuro.
David recomienda
que si pensamos que el mostrar compasión por nosotros mismos puede implicar que
seamos demasiado blandos y autocomplacientes no olvidemos que:
1.- La autocompasión
no significa mentirnos a nosotros mismos. Todo lo contrario ya que implica
vernos a nosotros desde una perspectiva externa que no niega la realidad pero
que reconoce nuestros desafíos y fallos como parte de ser humanos. No podemos
mostrar compasión hacia nosotros mismos si primero no nos enfrentamos a la
realidad de lo que somos y sentimos. Es cuando carecemos de esta compasión
cuando tendemos con mayor frecuencia a desarrollar una falsa y excesiva
seguridad en nosotros mismos en un esfuerzo para negar la posibilidad de que
estemos cometiendo un error. Cuando no sentimos compasión hacia nosotros mismos
tenemos un enfoque del mundo tan despiadado como nos tratamos a nosotros y la
misma idea de cometer un fallo se torna devastadora.
La compasión nos va a conceder la libertad para volver a
definirnos y de errar, lo que a su vez nos va a permitir asumir los riesgos que
nos van a llevar a ser verdaderamente creativos.
2.- La autocompasión
nos convierte en débiles o perezosos.
La sociedad industrializada, especialmente ahora que está dominada por las
nuevas tecnología, nos anima a retar a nuestros límites. Ahora todos trabajamos
más duro, dormimos menos o caemos en la multitarea para mantener el ritmo
exigido. En este entorno en el que parece que tenemos que afrontar la vida como
si fuésemos de hierro el mostrarnos algún tipo de compasión puede ser visto
como una señal de que nos falta ambición o no nos preocupamos por el éxito como
la persona al lado nuestro que actúa de la otra manera. Esta interpretación es
errónea pues las personas que son capaces de aceptar con mayor tolerancia sus
propios errores pueden sentirse más motivadas para mejorar. La diferencia
estriba en que las personas con una actitud autocompasiva no se vienen abajo
cuando, con frecuencia ocurre, no alcanzan sus metas.
Otro problema surge, también, cuando aparece el “efecto contraste” porque aunque nos
sintamos cómodos con cómo somos al exponernos a personas que son más
atractivas, ricas o poderosas nuestro ego se va a resentir. La autoaceptación se puede ver afectada
cada vez que hacemos una comparación. La autora menciona un estudio en el
que se comprobó que las personas que dedican menos tiempo a compararse a los
demás en relación con su físico, inteligencia o dinero se culpaban menos y
mostraban menos arrepentimiento. Por tanto recomienda que nos mantengamos
centrados en nuestro propio trabajo y no tratemos de establecer comparaciones
inútiles. Considerar esta sugerencia es muy importante si nos sentimos tentados
a compararnos con una persona que está muy por encima de nosotros en la faceta
que valoremos. Mirar hacia alguien cuyos logros son ligeramente superiores a los
nuestros puede resultar inspirador pero juzgarnos en relación con una
superestrella o genio puede tener un efecto devastador.
Desarrollar una “compasión”
significativa hacia nosotros mismos no significa que nos engañemos sobre cómo
somos. Debemos ser profundamente conscientes de quienes somos, con nuestros
aspectos positivos y negativos, y en armonía con el mundo que nos rodea.
Queremos tener una vida lo más deslumbrante y menos dolorosa posible, pero la
vida tiene diversas maneras de ponernos en nuestro lugar. Uno de los grandes
triunfos de los seres humanos consiste en tener la posibilidad de hacer sitio
en nuestros corazones para la alegría y el dolor y en llegar a sentirnos
cómodos en situaciones que no lo son. Esto significa que contemplamos a los sentimientos
no como si fuesen buenos o malos sino reconociendo simplemente su existencia,
recibiendo esas experiencias internas, siendo conscientes de ellas y aprender
sin urgencias. Por ejemplo si estamos tratando desesperadamente dejar la
adicción de fumar, ansiaremos el tabaco durante un tiempo. Esta ansiedad es
normal y tiene una base psicológica por lo que no debemos juzgarla sino
aceptarla. Si somos ágiles
emocionalmente no perderemos energía luchando contra nuestros impulsos,
sino que realizaremos elecciones conectadas con aquello que valoramos (fumar o
no fumar, por ejemplo), ya que en ocasiones en nuestra lucha contra situaciones
difíciles podemos empeorar mucho la situación para nosotros y por ejemplo un
dolor natural lo podemos convertir en un sufrimiento real.
Contar con un equipamiento emocional básico es necesario
para ser ecuánimes y un vocabulario emocional es fundamental para ello. Por
ejemplo un bebé llora porque no puede manifestar su incomodidad o infelicidad
de otra manera. Con el tiempo enseñamos a los niños a definir y articular sus
necesidades y frustraciones de forma que las expresen mediante el lenguaje.
Desgraciadamente muchos adultos no saben cómo utilizar las
palabras para definir y comprender sus experiencia y las emociones que las
rodean. Sin la sutil diferenciación en el significado que aporta el lenguaje no
son capaces de encontrar el sentido de sus asuntos personales de forma que
puedan manejarlos. Simplemente la capacidad de poner un nombre a sus emociones
puede ser transformador, reduciendo los dolorosos sentimientos de malestar a
una experiencia finita que tiene límites
y un nombre. Las palabras tienen un poder enorme. La palabra incorrecta ha
conducido a guerras. Existe una enorme
diferencia entre estrés e ira, estrés y desengaño o estrés y ansiedad. Si
no somos capaces de verbalizar nombrando adecuadamente lo que sentimos puede
ser difícil que logremos comunicarnos de forma que podamos obtener el apoyo que
necesitemos.
La alexitimia es
un problema con el que millones de personas se enfrentan diariamente y consiste
en la incapacidad para identificar las
emociones propias y, consecuentemente, la imposibilidad para darles
expresión verbal. Puede conducir, por ejemplo,
a la insatisfacción en el trabajo y en las relaciones y a expresar sus
sentimientos de forma física, somatizando y refiriendo dolores de cabeza o de
espalda, en lugar de verbalmente. También, en ocasiones, al no poder manifestar
sus emociones a través del lenguaje la
persona solo sabe hacerlo a través de la ira y presenta conductas agresivas.
Aprender a
identificar las emociones y darles el nombre adecuado puede resultar ser una
experiencia completamente transformadora. Las personas que son capaces de
describir el espectro completo de las emociones, que son conscientes, por
ejemplo, de que la tristeza es distinta
del aburrimiento, de la pena, de la soledad o del nerviosismo, están más
preparadas para manejar los altibajos de la vida cotidiana que los que ven todo
de color blanco o negro.
Una vez que hemos identificado correctamente nuestras
emociones, éstas nos podrán facilitar información muy útil, ya que nos van a
indicar, por ejemplo, los peligros y los
beneficios a que nos enfrentamos o que
situaciones tenemos que evitar o emprender. Unas buenas preguntas que nos podemos hacer cuando estamos intentando
aprender de nuestras emociones son:
a).- ¿Cuál es el propósito, razón o función de esta emoción?
b).- ¿Qué es lo que me quiere transmitir?
c).- ¿Qué está ocultando?
d).- ¿Dónde me conduce?
Una vez que dejamos de luchar para eliminar los sentimientos
incómodos o de suavizarlos con
afirmaciones positivas o racionalizaciones nos pueden enseñar lecciones
valiosas y servir para anticiparnos a las dificultades y para preparar formas
más eficaces de hacer frente a los momentos críticos.
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