En un artículo, titulado Antilíderes, desgrané una treintena
de errores actitudinales en los que incurren algunos jefes y que debilitan su
autoridad; un asunto relevante y actual no solo debido a la notoria crisis de
liderazgo que sigue salpicando a los poderes tradicionales y que, en alguna
medida, explica el advenimiento de las nuevas políticas y de los nuevos modelos
de gestión, sino porque el ejercicio de la autoridad es una de las variables a
considerar para edificar el compromiso de los trabajadores, principales agentes
de la “nueva economía”.
La autoridad es una potestad que se gana y que requiere ser
revalidada con constancia, pero todavía algunos, que ocupan puestos de
dirección, retóricamente se preguntan por qué les resultará tan difícil
gobernar a los trabajadores. Una acusación implícita en la misma pregunta
mediante la cual señalan a los subordinados como causantes de tamaña
dificultad. Argucia psicológica para justificarse en vez de admitir que el solo
acto de un nombramiento, o ser investido formalmente de alguna dignidad
organizativa, siendo el fundamento más primitivo de la autoridad, hoy ya no
basta para legitimar el uso del poder.
Una vez que nos hemos dado cuenta de que -al menos en el
mundo civilizado- ya no es efectivo ni rentable dirigir personas mediante el
principio del “ordeno y mando”, en el universo del management se vienen alzando
voces diversas que proclaman la necesidad de abrazar un nuevo estilo de
liderazgo; un discurso recurrente que nos alerta de que la modernidad también
ha de ser reinterpretada por los dirigentes de negocios y por los gestores de
personas, quienes no pueden hurtarse a las nuevas exigencias del siglo XXI.
Máxime ante la creciente necesidad que tienen las empresas para hacer
evolucionar a sus mandos hacia un nuevo modelo que permita afianzar las bases
de la autoridad en un tiempo en el que, para ser seguido por otros, ya no basta
con tener atribuido un poder que posiblemente permitirá mandar, pero que por sí
mismo no faculta para dirigir personas cuando liderar significa tener la
capacidad de movilizar.
Competencia
acreditada
No se puede dirigir desde el desconocimiento. La falta de
saber impide, por tanto, ejercer el mando constructivamente; es decir,
orientando la labor de los subordinados, sirviendo de guía, recomendando
explorar caminos para que quienes han de hallar las soluciones las puedan
encontrar por sí mismos, ahorrándoles esfuerzos inútiles y anticipando posibles
consecuencias.
Sin embargo, los hay que siguen opinando que para dirigir
personas basta con saber mandar. O sea, que les sobra con tener ascendencia
personal o, si se prefiere, con haber demostrado habilidades de liderazgo en
otras faenas, argumentando que es lo que se necesita para organizar el trabajo
de los demás; que lo que se requiere para dirigir es don de gentes, empatía,
capacidad de comunicación, intermediar en los conflictos, saber administrar el
tiempo y otra suerte de habilidades genéricas como negociar. Pero preguntémonos
¿cómo se puede tener una visión estratégica de la actividad sin disponer del
conocimiento técnico operativo que la misma precise?, ¿se puede planificar
desde la ignorancia?, ¿será posible priorizar actividades sin conocer las
operaciones, el esfuerzo y las vinculaciones que entrañan?, ¿se podrá brindar
retroalimentación a los subordinados desde el desconocimiento de su trabajo?,
¿cabe establecer metas y objetivos cuando se desconocen los pormenores de una
actividad? No sé ustedes, pero no tengo duda alguna de que lo primero que
acredita a un mando es su competencia técnica. Y está claro que para resultar
útil y creíble tiene que conocer muy bien la función y tiene que saber hacer el
trabajo de los que lo hacen. No estar en disposición de esa facultad resta
autoridad.
Visión inspiradora
La personalidad de los líderes, su forma de ser y de hacer,
atrae y fascina. Es lo que se denomina tener carisma. Hoy, si alguna
característica me parece definitoria del nuevo liderazgo ésta es la
inspiradora, cualidad por cuyo efecto los que mandan son capaces de infundir
ánimo e ilusión en quienes son dirigidos. Liderar supone transmitir motivos,
cautivar, alentar a la acción, crear un horizonte ilusionante, movilizar
pasiones y hacer que las personas -en palabras de Tom Peters- se perciban como
“las estrellas de la nueva economía” y que se sientan reconocidas en el
esfuerzo compartido de realizar metas que abrazan como propias.
Lo dicho requiere ‘olfato’. Sagacidad que alude a la
capacidad para determinar en qué dirección interesa orientar los esfuerzos y
cómo conviene disponer los recursos para obtener el mejor resultado con los
medios disponibles, lo cual no se logra sin tener un conocimiento profundo
sobre la actividad de que se trate y acerca del contexto en el que ésta se
desarrolle.
Quiere ello decir que el ejercicio del mando no se
improvisa, necesita fundamentarse en un recorrido anterior; es decir, tener
‘crianza’ para adquirir perspectiva. Si ustedes me apuran, diré -abundando en
la metáfora- que considero que no se podrá dirigir con eficacia sin tener
solera. O lo que es lo mismo, sin contar con el respaldo de una trayectoria
profesional que haya permitido disponer de un alcance histórico, sin haber
almacenado vivencias diversas, fruto de ensayos y errores debidos a la praxis
profesional, sin haber superado avatares en las formas de hacer y vicisitudes
en los modos de pensar, sin haber podido adoptar una perspectiva de contexto y
sin haber agudizado la sensibilidad para reconocer tendencias influyentes.
El poder está al
servicio de las personas
Por alguna errónea concepción del poder, hay quienes creen
que pueden servirse de dicha potestad para lucrar sus propios intereses, una
evidente perversión del significado de esa facultad que, con el tiempo, termina
minando la autoridad de quienes la utilizan, fraudulentamente, en provecho
propio. Si hay una base que legitime el ejercicio de la autoridad, dicho
fundamento no es otro que su carácter de servicio; es decir, tener la actitud
de disponer el poder al servicio de quienes son dirigidos o gobernados. Así, el
respeto y la defensa de los derechos y de los intereses de los trabajadores se
configuran como uno de los pilares que afianzan la autoridad de los mandos. Ni
que decir tiene que en tal función de utilidad no se contempla ni la concesión
ante demandas caprichosas, ventajosas o suntuarias ni la dispensación de
prebendas, como tampoco la claudicación ni la cesión frente a presiones o
tentaciones.
Cuando defiendo que hay que poner a las personas en el
centro de la gestión estoy aludiendo al compromiso que tienen los dirigentes
para actuar e intermediar con rectitud pretendiendo el bien del equipo,
administrando oportunidades, escuchando demandas, defendiendo derechos y
necesidades, promoviendo ocasiones y procurando ventajas equitativas,
introduciendo mejoras competitivas, reduciendo amenazas fundadas o infundadas,
haciendo valer los valores, erradicando injusticias, agravios y favoritismos.
La diferencia entre el líder reputado y el jefe mediocre
estriba en que el primero sabe que está al servicio del equipo, y lo demuestra;
mientras que el segundo pretende aprovecharse de su posición de privilegio,
haciendo un flaco favor al conjunto y, por ende, a sí mismo.
Hacerse respetar
Un líder consciente de su responsabilidad y comprometido con
su papel preserva la dinámica del equipo y no permite ni las injerencias de
otras unidades ni de otros servicios que puedan tener el efecto de perturbar el
normal desenvolvimiento de las actividades. Para lo cual busca cómo resolver la
petición, la incidencia o la necesidad de coordinar la actuación de otras
unidades funcionales con su equipo, pues se demuestra tener muy poca autoridad
cuando terceros se permiten interferir en el trabajo de otros arrogándose la
potestad de estar por encima de la normativa interna que deba regir. De la
misma manera, dice muy poco en favor de la ascendencia del mando que deje
entrometerse a jefes superiores o a mandos funcionales en el gobierno de las
personas que son de su dependencia y no de la de ellos; como cuando el director
general puentea a un mando citando a uno de sus subordinados o encargándole
algún asunto que el superior desconocía. Una práctica bastante común que deja
en muy mal lugar al mando que ha sido ninguneado.
En el ámbito empresarial, la capacidad de reclutar y de
contratar; la atribución de fijar y modificar salarios; la potestad de
reprender, castigar o despedir; la facultad de evaluar, reconocer, premiar o
promover, son, todas ellas, cualidades inherentes de quienes verdaderamente
tienen conferida una autoridad de facto sobre terceros, un poder que merma en
la misma medida en la que la capacidad de decidir o de influir sobre tales
cuestiones, especialmente sensibles a ojos de los subordinados, decrece. Por
tanto, cuando los mandos no cuentan con tales atribuciones, tal y como acontece
en numerosas organizaciones, el ejercicio de su autoridad se encuentra
seriamente lastrado.
Siendo en la actualidad la gestión del compromiso uno de los
principales retos estratégicos a los que se enfrentan las empresas, en lo
expuesto subyace una pregunta: ¿Guarda alguna relación el ejercicio de la
autoridad con la construcción del compromiso de los trabajadores? Me temo que
sí toda vez que los estilos de dirección son determinantes a la hora de
desarrollar sentimientos de vinculación o de desarraigo, un asunto que debería
importarnos desde el momento en el que encuestas de la reputación de Gallup nos
informan de que un 87% de los empleados en todo el mundo no están comprometidos
en el trabajo.
En un escenario mundial -al que España no es ajeno- regido
por la incertidumbre y el cambio, en el que ha cobrado fuerza la “redarquía”
como modelo relacional y productivo, el ejercicio del mando tiene el reto de
afianzar el compromiso de los trabajadores gestionando su diversidad y, al
tiempo, integrando el creciente protagonismo de la mujer en la economía, un
terreno de juego en el que se dan cita actores pertenecientes a diferentes
intervalos generacionales y en el que es imperativo armonizar la convivencia
para poder aprovechar la complementariedad. Hoy el trabajo se desarrolla en un
ambiente multicultural urgido de meritocracia en el que el empoderamiento de
las personas se obtiene por la vía contributiva y en la medida en la que cada
miembro aporta al conjunto, un servicio que demanda reconocimiento y
visibilidad y que procura una popularidad o influencia con la que el mando
también debe aprender a convivir, debiendo ser capaz de emplearla
productivamente. En suma, un escenario que cada vez resulta más difícil
conducir de espaldas a la legalidad y que tiene su mejor aliado en la
administración responsable de la autoridad.
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