A lo largo
de mi carrera profesional, y especialmente durante mi etapa como director de
Recursos Humanos, he pensado mucho sobre un aspecto que considero crucial para
la obtención de resultados colectivos,
ya sea en una organización tradicional o incluso en las modernas redes productivas. Me refiero al dilema
“cultura de empresa” versus “diversidad”.
La primera
organización para la que trabajé, HP, contaba con una fuerte cultura de
empresa. Un elemento de esa cultura era un tipo concreto de empleado, lo que en
aquella época se conocía como “perfil HP”. No voy a entrar aquí en detalles
pero ese perfil HP, cuya búsqueda casi obsesiva aportó sin duda grandes
beneficios a la organización, no era gratis ni estaba exento de riesgos. En la
medida que dicho perfil se fue acotando cada vez más en los años sucesivos, el
coste y los riesgos fueron ampliándose.
Mi
siguiente organización, Applied Biosystems, hoy parte de Thermo Fisher
Scientific, presentaba un problema parecido: una fuerte cultura, que para mí
resultó aún más evidente al incorporarme “desde fuera” en lugar de “crecer
desde dentro”. Esta cultura era parte esencial del valor y de la identidad de
la organización y, a la vez, constituía uno de sus principales problemas.
Una
cultura empresarial definida ayuda a que las personas trabajen mejor
colectivamente,
en la medida que existen unas reglas del juego claras, definidas y conocidas
por todos. El riesgo de una cultura empresarial
demasiado marcada es que excluya a todo lo que es distinto,
perdiendo por tanto la riqueza inherente a la diversidad.
En Applied
Biosystems, por ejemplo, los procesos de selección eran interminables. Un
candidato tenía que ser entrevistado por media docena de personas como mínimo
antes de poder incorporarse. En teoría, esto perseguía que esa persona fuera
100% afín al “perfil de empresa” buscado, es decir, que encajara rápido y bien
en la cultura de la organización. Pero, en la práctica, este enfoque
impedía que personas realmente diversas se incorporaran a la organización y,
con ello, contribuía a su empobrecimiento en lo que a talento se refiere.
El
principal problema de la falta de diversidad es que favorece la perpetuidad de
lo que ya existe.
Todos pensamos que somos geniales, únicos e irrepetibles y por eso buscamos
gente lo más parecida a nosotros (el conocido “efecto espejo” de las
entrevistas de selección). El problema de perpetuar lo que ya existe es que, según
pasa el tiempo, el valor de lo existente se degrada.
Por otra
parte, incorporar un perfil excesivamente
homogéneo, aunque sea homogéneamente brillante, es contraproducente.
Los experimentos de Meredith
Belbin con los llamados “equipos Apolo” dejaron claro
que equipos formados por personas brillantes pueden resultar un desastre en
cuanto a resultados, ya que la homogeneidad juega a menudo en detrimento de la
diversidad de roles necesaria para que un grupo de personas sea capaz de
alcanzar un alto rendimiento.
La
diversidad es indispensable porque es el elemento que permite la renovación
constante. El
contraste de la diversidad ofrece informaciones útiles sobre el verdadero valor
de lo existente y, por tanto, permite evolucionar. Sin diversidad es casi
imposible la innovación porque, cuando no se aportan nuevas
perspectivas, todo se sigue viendo siempre de la misma manera.
Y cuando no hay innovación, los días están contados, porque sin
innovación no hay adaptabilidad.
Por otra
parte, la diversidad por la diversidad, es decir, la
diversidad por moda y sin un propósito, es contraproducente, en la medida que
dificulta la existencia de una cultura sólida, que es clave
para el funcionamiento fluido y eficiente de la organización.
HP y
Applied Biosystems son dos ejemplos de organizaciones con una fuerte cultura de
empresa que, a la larga, acarreó consecuencias negativas. En ambos casos
tuvieron lugar procesos de fusión posteriores que invirtieron por completo el
panorama. Hay que tener en cuenta que una fusión es siempre un proceso de
diversificación forzado, lo cual resulta normalmente
desastroso, ya que produce un cataclismo de culturas, al menos a corto plazo. A
menudo, esta ruptura cultural nunca se recompone por completo, porque la
cantidad de diversidad que se incorpora en un muy breve plazo de tiempo, aunque
se trate de una “diversidad homogénea”, es enorme y difícilmente asimilable y
“digerible” por la otra cultura.
En
resumen, cultura y diversidad son dos elementos
de un delicado equilibrio. Demasiada cultura acaba con la
diversidad y demasiada diversidad dificulta la presencia de una cultura sólida.
Por consiguiente, el reto es encontrar el equilibrio
óptimo entre una cultura empresarial definida y un grado de diversidad
suficiente. ¿Conoces alguna organización que lo haya
conseguido?
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