Era
una declaración de intenciones tan audaz como ambicioso el plan que la
sustentaba. En diciembre de 2008, el alcalde electo de Vancouver, Gregor
Robertson, anunció que se proponía transformar la ciudad canadiense en la más
verde del mundo en 2020.
Su iniciativa Greenest City 2020, lanzada oficialmente en 2009, giraba en torno a tres grandes propósitos: alcanzar algún día cero emisiones de dióxido de carbono, cero residuos y ecosistemas saludables. Entre sus mayores objetivos para 2020 estaba reducir la emisión de gases de efecto invernadero en un 33%, crear 20.000 puestos de trabajo, más espacios verdes y programas para compartir automóvil.
Pero a finales de 2013 el plan afrontaba serios escollos. Las dificultades para cumplir los objetivos, los retrasos en la puesta en marcha y la hostilidad de la prensa habían hecho mella y convertido el alcalde en una figura controvertida, admirada y odiada a partes iguales.
El caso "Vancouver: The Challenge of Becoming the Greenest City", de los profesores del IESE Pascual Berrone y Joan Enric Ricart junto con María Luisa Blázquez, abre el debate sobre el ambicioso proyecto de Robertson tras analizar sus aciertos y errores durante los primeros años. La pregunta fundamental es: ¿cuándo debe calificarse un plan de éxito o fracaso y quién puede emitir ese juicio?
Participación y resistencia
Robertson comprendió que el compromiso de la comunidad era esencial para alcanzar el objetivo, por lo que el Ayuntamiento decidió comunicarse con los ciudadanos y recabar su opinión a través de talleres y de las redes sociales. En total, 35.000 personas participaron en una consulta pública y en uno de los proyectos 500 presentaron propuestas para mejorar el transporte público.
Pero, en el lado opuesto, los críticos señalaron que el proceso de consulta pública estaba mal diseñado, puesto que en los debates siempre participaban las mismas personas. También denunciaron que no se había consultado a los negocios locales, una omisión que podría empañar el impacto económico de las iniciativas.
Entre tanto, el objetivo de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero gracias a un menor uso del coche se topó con la resistencia ciudadana, especialmente por la creación de carriles bici y el aumento de los precios de las zonas de estacionamiento. Una anciana de 84 años lamentaba en un periódico local que ya no iba a un parque del centro de Vancouver porque no podía pagar el estacionamiento y en autobús tardaba más de una hora.
¿Derroche de energía?
El panorama del sector energético de Vancouver tampoco era el ideal para aplicar el plan de Robertson. La tasa de emisiones de carbono per cápita ya era la más baja entre las grandes ciudades de Norteamérica gracias al peso del sector hidroeléctrico. Además, la energía de la ciudad era de las más baratas del continente.
Su oposición a la expansión de las infraestructuras del puerto dedicadas a la exportación de carbón llevó al alcalde a batallar con grandes empresas del sector, como la operadora logística Kinder Morgan.
Además, al oponerse a las industrias del carbón, gas y petróleo, el Ayuntamiento se enemistó con compañías que apoyaban iniciativas verdes, como la petrolera Cenovus, que contaba con un departamento de sostenibilidad y había creado puestos de trabajo ecológicos.
El alcalde se debatía entre enfrentarse con las industrias contaminantes o animarlas a volverse más sostenibles, aunque en una ciudad sin una base industrial sólida costaba atraer nuevas empresas verdes fuera del sector servicios.
Pros y contras
La iniciativa Greenest City 2020 ha sido tan alabada como vapuleada. Los críticos echan en falta detalles y un presupuesto oficial. Las empresas se lamentan de que se desprecie la importancia de las industrias minera y maderera de la región. Un periodista auguró que el plan paralizaría Vancouver, tildó a Robertson de "extremista" y le acusó de anteponer el planeta a las personas.
En 2013, la ciudad cayó del primer puesto al decimocuarto en el índice de reputación de ciudades de la consultora Reputation Institute. Poco después, el índice Cities in Motion del IESE, que mide la sostenibilidad y calidad de la vida de 135 ciudades de todo el mundo, situó Vancouver en el puesto 41, por detrás de Toronto y Ottawa.
Aun así, algunas agrupaciones urbanas y ecologistas, como WWF, calificaron el plan de ejemplar por sus esfuerzos para reducir la huella de carbono, crear espacios verdes y promover barrios de uso mixto. La Economist Intelligence Unit indicaba que Vancouver era la segunda ciudad más verde de Norteamérica en su índice de ciudades sostenibles y Mercer Consulting la situó quinta en cuanto a calidad de vida.
No es de extrañar, por tanto, que en 2013 la opinión pública de los ciudadanos de Vancouver estuviera profundamente dividida respecto al alcalde Robinson: un 44% de los encuestados consideraba que lo estaba haciendo "mal" o "muy mal" y un 42%, "bien" o "muy bien".
El futuro
Greenest City 2020 es una de las piedras angulares del programa de gobierno de Robertson. A tan solo dos meses de postularse de nuevo a la alcaldía, la percepción de su éxito o fracaso puede influir enormemente en su futuro político.
Pero 2020 queda lejos y muchos de los cambios propuestos siguen en curso. ¿Cuál es la mejor manera de evaluar un plan tan ambicioso?
Su iniciativa Greenest City 2020, lanzada oficialmente en 2009, giraba en torno a tres grandes propósitos: alcanzar algún día cero emisiones de dióxido de carbono, cero residuos y ecosistemas saludables. Entre sus mayores objetivos para 2020 estaba reducir la emisión de gases de efecto invernadero en un 33%, crear 20.000 puestos de trabajo, más espacios verdes y programas para compartir automóvil.
Pero a finales de 2013 el plan afrontaba serios escollos. Las dificultades para cumplir los objetivos, los retrasos en la puesta en marcha y la hostilidad de la prensa habían hecho mella y convertido el alcalde en una figura controvertida, admirada y odiada a partes iguales.
El caso "Vancouver: The Challenge of Becoming the Greenest City", de los profesores del IESE Pascual Berrone y Joan Enric Ricart junto con María Luisa Blázquez, abre el debate sobre el ambicioso proyecto de Robertson tras analizar sus aciertos y errores durante los primeros años. La pregunta fundamental es: ¿cuándo debe calificarse un plan de éxito o fracaso y quién puede emitir ese juicio?
Participación y resistencia
Robertson comprendió que el compromiso de la comunidad era esencial para alcanzar el objetivo, por lo que el Ayuntamiento decidió comunicarse con los ciudadanos y recabar su opinión a través de talleres y de las redes sociales. En total, 35.000 personas participaron en una consulta pública y en uno de los proyectos 500 presentaron propuestas para mejorar el transporte público.
Pero, en el lado opuesto, los críticos señalaron que el proceso de consulta pública estaba mal diseñado, puesto que en los debates siempre participaban las mismas personas. También denunciaron que no se había consultado a los negocios locales, una omisión que podría empañar el impacto económico de las iniciativas.
Entre tanto, el objetivo de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero gracias a un menor uso del coche se topó con la resistencia ciudadana, especialmente por la creación de carriles bici y el aumento de los precios de las zonas de estacionamiento. Una anciana de 84 años lamentaba en un periódico local que ya no iba a un parque del centro de Vancouver porque no podía pagar el estacionamiento y en autobús tardaba más de una hora.
¿Derroche de energía?
El panorama del sector energético de Vancouver tampoco era el ideal para aplicar el plan de Robertson. La tasa de emisiones de carbono per cápita ya era la más baja entre las grandes ciudades de Norteamérica gracias al peso del sector hidroeléctrico. Además, la energía de la ciudad era de las más baratas del continente.
Su oposición a la expansión de las infraestructuras del puerto dedicadas a la exportación de carbón llevó al alcalde a batallar con grandes empresas del sector, como la operadora logística Kinder Morgan.
Además, al oponerse a las industrias del carbón, gas y petróleo, el Ayuntamiento se enemistó con compañías que apoyaban iniciativas verdes, como la petrolera Cenovus, que contaba con un departamento de sostenibilidad y había creado puestos de trabajo ecológicos.
El alcalde se debatía entre enfrentarse con las industrias contaminantes o animarlas a volverse más sostenibles, aunque en una ciudad sin una base industrial sólida costaba atraer nuevas empresas verdes fuera del sector servicios.
Pros y contras
La iniciativa Greenest City 2020 ha sido tan alabada como vapuleada. Los críticos echan en falta detalles y un presupuesto oficial. Las empresas se lamentan de que se desprecie la importancia de las industrias minera y maderera de la región. Un periodista auguró que el plan paralizaría Vancouver, tildó a Robertson de "extremista" y le acusó de anteponer el planeta a las personas.
En 2013, la ciudad cayó del primer puesto al decimocuarto en el índice de reputación de ciudades de la consultora Reputation Institute. Poco después, el índice Cities in Motion del IESE, que mide la sostenibilidad y calidad de la vida de 135 ciudades de todo el mundo, situó Vancouver en el puesto 41, por detrás de Toronto y Ottawa.
Aun así, algunas agrupaciones urbanas y ecologistas, como WWF, calificaron el plan de ejemplar por sus esfuerzos para reducir la huella de carbono, crear espacios verdes y promover barrios de uso mixto. La Economist Intelligence Unit indicaba que Vancouver era la segunda ciudad más verde de Norteamérica en su índice de ciudades sostenibles y Mercer Consulting la situó quinta en cuanto a calidad de vida.
No es de extrañar, por tanto, que en 2013 la opinión pública de los ciudadanos de Vancouver estuviera profundamente dividida respecto al alcalde Robinson: un 44% de los encuestados consideraba que lo estaba haciendo "mal" o "muy mal" y un 42%, "bien" o "muy bien".
El futuro
Greenest City 2020 es una de las piedras angulares del programa de gobierno de Robertson. A tan solo dos meses de postularse de nuevo a la alcaldía, la percepción de su éxito o fracaso puede influir enormemente en su futuro político.
Pero 2020 queda lejos y muchos de los cambios propuestos siguen en curso. ¿Cuál es la mejor manera de evaluar un plan tan ambicioso?
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