La semana pasada captó mi atención un artículo en The Economist que se hacía eco de las
investigaciones llevadas a cabo por Rebecca Henderson del Massachusetts
Institute of Technology (MIT) sobre la relación entre el tamaño de las
organizaciones y su capacidad de innovar, en particular su capacidad de generar
innovaciones disruptivas. Una cuestión que me consta preocupa a más de una gran
empresa en nuestro país.
Diferentes estudios demuestran que cuando hablamos de este tipo de innovación disruptiva o radical la productividad de la inversión en investigación e innovación de las grandes corporaciones es mucho menor que la de las jóvenes startups que, con unos recursos muchísimo menores, consiguen dar con soluciones radicalmente nuevas, capaces de cambiar las reglas del juego de sectores enteros.
Muchas grandes compañías son conscientes de este fenómeno y tratan de encontrar soluciones que les doten de una capacidad de innovación disruptiva comparable al de las pequeñas organizaciones.
Sin embargo, la mayor parte de las veces no lo logran.
¿Por qué sucede esto?
Todo indica que cuando un sector de la economía sufre el efecto de cambios tecnológicos radicales las empresas de nueva creación tienen mayores incentivos estratégicos para invertir en soluciones radicalmente diferentes que las empresas más consolidadas que, a pesar de las ventajas que parece debería proporcionarles su dimensión, entre otras el acceso a más recursos, a menudo son víctimas de inercias o de la autocomplacencia. Pero hay más:
Por un lado están los marcos cognitivos de los dirigentes de esas organizaciones, a través de los cuales perciben e interpretan los cambios del entorno y concluyen lo que es necesario hacer en cada caso. Unos marcos que son resultado de experiencias del pasado y que poco tienen que ver con la realidad del entorno en que vivimos.
Por otro el miedo a que esas innovaciones disruptivas puedan acelerar el declive o canibalizar su negocio actual.
Luego están los intereses personales de los dirigentes de esas organizaciones, causa y efecto de unos sistemas de incentivos que con frecuencia miran al corto plazo y a unos indicadores que poco contribuyen a potenciar una cultura de la exploración y la experimentación.
A lo que se suman unas estructuras y flujos de información diseñados para lograr la máxima eficiencia, pero no para detectar oportunidades emergentes o responder con agilidad ante los cambios del entorno.
Por este motivo algunas grandes compañías crean unidades organizativas separadas para llevar a cabo sus proyectos de innovación, incluso las sacan fuera de sus sedes, para sustraerlas de la influencia de sus creencias y su cultura corporativa y las ubican en lugares separados, a veces en espacios de coworking confiando en que se les pegará algo del espíritu libre y creativo de las comunidades donde se implantan.
Aun así no siempre logran su objetivo, ya que a pesar de la distancia estas nuevas unidades a menudo sufren las consecuencias de luchas internas de poder o por recursos, o la falta de claridad entre los dirigentes de la corporación sobre qué esperar de esa nueva unidad, empezando por qué indicadores de desempeño utilizar. Y también los problemas que surgen cuando esa nueva unidad comparte con su casa madre ciertos activos estratégicos como es una reputación que hace que se les perciba de una determinada manera no solo en los mercados de productos y servicios, sino también en el mercado de talento.
En definitiva, las grandes corporaciones no lo tienen fácil para competir en el campo de la innovación radical con micro empresas que se enfrentan a un papel en blanco y poco o nada tienen que perder. Por eso algunas de esas corporaciones optan por una estrategia diferente y, en lugar de intentar generar ellos mismos esas ideas disruptivas, salen al mercado en busca de startups innovadoras que posean esa capacidad de innovación y estén abiertas a escuchar sus cantos de sirena.
El reto en ese caso es contar con buenos ojeadores y cómo integrar (o no) las startups adquiridas en la organización de la empresa adquirente. Pero esa ya es otra historia…
Diferentes estudios demuestran que cuando hablamos de este tipo de innovación disruptiva o radical la productividad de la inversión en investigación e innovación de las grandes corporaciones es mucho menor que la de las jóvenes startups que, con unos recursos muchísimo menores, consiguen dar con soluciones radicalmente nuevas, capaces de cambiar las reglas del juego de sectores enteros.
Muchas grandes compañías son conscientes de este fenómeno y tratan de encontrar soluciones que les doten de una capacidad de innovación disruptiva comparable al de las pequeñas organizaciones.
Sin embargo, la mayor parte de las veces no lo logran.
¿Por qué sucede esto?
Todo indica que cuando un sector de la economía sufre el efecto de cambios tecnológicos radicales las empresas de nueva creación tienen mayores incentivos estratégicos para invertir en soluciones radicalmente diferentes que las empresas más consolidadas que, a pesar de las ventajas que parece debería proporcionarles su dimensión, entre otras el acceso a más recursos, a menudo son víctimas de inercias o de la autocomplacencia. Pero hay más:
Por un lado están los marcos cognitivos de los dirigentes de esas organizaciones, a través de los cuales perciben e interpretan los cambios del entorno y concluyen lo que es necesario hacer en cada caso. Unos marcos que son resultado de experiencias del pasado y que poco tienen que ver con la realidad del entorno en que vivimos.
Por otro el miedo a que esas innovaciones disruptivas puedan acelerar el declive o canibalizar su negocio actual.
Luego están los intereses personales de los dirigentes de esas organizaciones, causa y efecto de unos sistemas de incentivos que con frecuencia miran al corto plazo y a unos indicadores que poco contribuyen a potenciar una cultura de la exploración y la experimentación.
A lo que se suman unas estructuras y flujos de información diseñados para lograr la máxima eficiencia, pero no para detectar oportunidades emergentes o responder con agilidad ante los cambios del entorno.
Por este motivo algunas grandes compañías crean unidades organizativas separadas para llevar a cabo sus proyectos de innovación, incluso las sacan fuera de sus sedes, para sustraerlas de la influencia de sus creencias y su cultura corporativa y las ubican en lugares separados, a veces en espacios de coworking confiando en que se les pegará algo del espíritu libre y creativo de las comunidades donde se implantan.
Aun así no siempre logran su objetivo, ya que a pesar de la distancia estas nuevas unidades a menudo sufren las consecuencias de luchas internas de poder o por recursos, o la falta de claridad entre los dirigentes de la corporación sobre qué esperar de esa nueva unidad, empezando por qué indicadores de desempeño utilizar. Y también los problemas que surgen cuando esa nueva unidad comparte con su casa madre ciertos activos estratégicos como es una reputación que hace que se les perciba de una determinada manera no solo en los mercados de productos y servicios, sino también en el mercado de talento.
En definitiva, las grandes corporaciones no lo tienen fácil para competir en el campo de la innovación radical con micro empresas que se enfrentan a un papel en blanco y poco o nada tienen que perder. Por eso algunas de esas corporaciones optan por una estrategia diferente y, en lugar de intentar generar ellos mismos esas ideas disruptivas, salen al mercado en busca de startups innovadoras que posean esa capacidad de innovación y estén abiertas a escuchar sus cantos de sirena.
El reto en ese caso es contar con buenos ojeadores y cómo integrar (o no) las startups adquiridas en la organización de la empresa adquirente. Pero esa ya es otra historia…
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