Como solo tienen futuro los trabajos creativos y muy poca gente está
preparada para innovar, se agudizarán las desigualdades de ingreso.
Los robots ya están compitiendo con
los seres humanos en todo tipo de tareas rutinarias, no solo en los sectores
industriales, sino incluso en algunos servicios elementales de cuidado de
enfermos o de aseo del hogar. Amazon está haciendo grandes inversiones para
empezar a distribuir mercancías con pequeños aviones teledirigidos, y ya
funcionan a la perfección los automóviles sin conductor producidos por Google,
que empezarán a venderse comercialmente en cuatro o cinco años.
La nueva revolución industrial no se limitará a automatizar los trabajos manuales y a quitar de en medio a las personas en todo lo que tiene que ver con la transformación y el movimiento de cosas físicas. Los computadores desplazarán incluso al trabajo intelectual rutinario. Como ya ha ocurrido con tareas tan rutinarias como tomar dictados, manejar archivos y administrar agendas, que ocupaban a ejércitos de secretarias en todas las grandes empresas, estamos asistiendo ya al desplazamiento de contadores, dibujantes, arquitectos e, incluso, traductores y abogados. Aún el diagnóstico médico podrá ser delegado en gran medida a computadores como Dr. Watson, de IBM, que ya lo hace mucho mejor que el médico promedio al que tenemos acceso usted o yo, aunque aún comete algunos errores de criterio que tienen que detectar galenos de carne y hueso. Igual ocurrió con Deep Blue, el computador que venció en el ajedrez a Kasparov, y gracias al cual ahora los mejores jugadores del mundo tienen chips en vez de sesos.
En las dos últimas décadas las actividades basadas en trabajo poco calificado fueron la ventaja comparativa de los países de bajos costos laborales. Pero la maquila de ensamblaje industrial, los telecentros y los sweatshops de confecciones tenderán a desaparecer porque la nueva revolución tecnológica está reduciendo en forma dramática el costo del capital en relación al trabajo. Solo tienen futuro los trabajos no rutinarios, calificados o no, que es imposible automatizar. Posiblemente sigamos acudiendo al peluquero estilista y reconociendo el talento de un buen cocinero, pero habrá más competencia que nunca en estos trabajos. Lo mismo ocurrirá con intérpretes de música o escritores, con el problema adicional en estos campos de que las grandes estrellas se ganarán enormes fortunas aunque sean apenas marginalmente mejores que los demás, ya que el costo de reproducción de la música o los libros electrónicos es prácticamente cero y, por lo tanto, todo el mundo preferirá comprar solo lo mejor.
Como bien lo explican los profesores de MIT Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee en su reciente libro1, las nuevas tecnologías aumentan la concentración del ingreso porque tienden a elevar la demanda de trabajo de alta calificación respecto al poco calificado, porque son fuertemente intensivas en capital y porque tienden a premiar ciertos tipos de talento en forma extraordinaria.
Estos argumentos refuerzan las preocupantes conclusiones de Thomas Piketty sobre el futuro del capitalismo2. Ninguno de estos dos libros discute las implicaciones de dichas tendencias para los países en desarrollo, pero es obvio que son alarmantes.
Colombia tiene la peor distribución de ingreso de todos los países estudiados por Piketty: el 1% más rico recibe más de 20% del ingreso total. La revolución tecnológica agudizará la concentración y hará que aumenten la informalidad y la pobreza, a menos que el país pueda dar rápidamente un giro en varias materias.
Obviamente, el reto más grande es la reforma educativa. Si el fracaso de nuestras escuelas en desarrollar las habilidades básicas de lectura y matemáticas es enorme, ni qué decir en la formación de capacidades de autoaprendizaje, pensamiento analítico y creatividad que demandan las nuevas tecnologías para poder trabajar con, y no en contra, de los robots y los computadores. Es una fortuna que haya surgido un consenso nacional sobre la necesidad de esta reforma, pero no podemos contentarnos con una reforma parroquial para los retos del siglo pasado.
El segundo gran reto es la tributación. Nuevamente se está hablando de una reforma tributaria para recaudar más impuestos, cuando el foco debería ser una reforma para gravar las grandes fortunas (como propone Piketty) y para facilitar el empleo. Cuando se habla de facilitar el empleo, muchos piensan automáticamente en bajar, e incluso eliminar, el salario mínimo, pero esta es una propuesta descabellada en un país con semejante concentración del ingreso y con rentas crecientes del petróleo y la minería.
El tercer gran reto es precisamente el buen uso de estas rentas, que deberían utilizarse prioritariamente para sufragar los costos de la reforma educativa que requiere el país y para establecer un sistema de innovación y tecnología que nos permita unirnos a la revolución robótica y de la informática, en vez de quedar entre sus víctimas.
La nueva revolución industrial no se limitará a automatizar los trabajos manuales y a quitar de en medio a las personas en todo lo que tiene que ver con la transformación y el movimiento de cosas físicas. Los computadores desplazarán incluso al trabajo intelectual rutinario. Como ya ha ocurrido con tareas tan rutinarias como tomar dictados, manejar archivos y administrar agendas, que ocupaban a ejércitos de secretarias en todas las grandes empresas, estamos asistiendo ya al desplazamiento de contadores, dibujantes, arquitectos e, incluso, traductores y abogados. Aún el diagnóstico médico podrá ser delegado en gran medida a computadores como Dr. Watson, de IBM, que ya lo hace mucho mejor que el médico promedio al que tenemos acceso usted o yo, aunque aún comete algunos errores de criterio que tienen que detectar galenos de carne y hueso. Igual ocurrió con Deep Blue, el computador que venció en el ajedrez a Kasparov, y gracias al cual ahora los mejores jugadores del mundo tienen chips en vez de sesos.
En las dos últimas décadas las actividades basadas en trabajo poco calificado fueron la ventaja comparativa de los países de bajos costos laborales. Pero la maquila de ensamblaje industrial, los telecentros y los sweatshops de confecciones tenderán a desaparecer porque la nueva revolución tecnológica está reduciendo en forma dramática el costo del capital en relación al trabajo. Solo tienen futuro los trabajos no rutinarios, calificados o no, que es imposible automatizar. Posiblemente sigamos acudiendo al peluquero estilista y reconociendo el talento de un buen cocinero, pero habrá más competencia que nunca en estos trabajos. Lo mismo ocurrirá con intérpretes de música o escritores, con el problema adicional en estos campos de que las grandes estrellas se ganarán enormes fortunas aunque sean apenas marginalmente mejores que los demás, ya que el costo de reproducción de la música o los libros electrónicos es prácticamente cero y, por lo tanto, todo el mundo preferirá comprar solo lo mejor.
Como bien lo explican los profesores de MIT Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee en su reciente libro1, las nuevas tecnologías aumentan la concentración del ingreso porque tienden a elevar la demanda de trabajo de alta calificación respecto al poco calificado, porque son fuertemente intensivas en capital y porque tienden a premiar ciertos tipos de talento en forma extraordinaria.
Estos argumentos refuerzan las preocupantes conclusiones de Thomas Piketty sobre el futuro del capitalismo2. Ninguno de estos dos libros discute las implicaciones de dichas tendencias para los países en desarrollo, pero es obvio que son alarmantes.
Colombia tiene la peor distribución de ingreso de todos los países estudiados por Piketty: el 1% más rico recibe más de 20% del ingreso total. La revolución tecnológica agudizará la concentración y hará que aumenten la informalidad y la pobreza, a menos que el país pueda dar rápidamente un giro en varias materias.
Obviamente, el reto más grande es la reforma educativa. Si el fracaso de nuestras escuelas en desarrollar las habilidades básicas de lectura y matemáticas es enorme, ni qué decir en la formación de capacidades de autoaprendizaje, pensamiento analítico y creatividad que demandan las nuevas tecnologías para poder trabajar con, y no en contra, de los robots y los computadores. Es una fortuna que haya surgido un consenso nacional sobre la necesidad de esta reforma, pero no podemos contentarnos con una reforma parroquial para los retos del siglo pasado.
El segundo gran reto es la tributación. Nuevamente se está hablando de una reforma tributaria para recaudar más impuestos, cuando el foco debería ser una reforma para gravar las grandes fortunas (como propone Piketty) y para facilitar el empleo. Cuando se habla de facilitar el empleo, muchos piensan automáticamente en bajar, e incluso eliminar, el salario mínimo, pero esta es una propuesta descabellada en un país con semejante concentración del ingreso y con rentas crecientes del petróleo y la minería.
El tercer gran reto es precisamente el buen uso de estas rentas, que deberían utilizarse prioritariamente para sufragar los costos de la reforma educativa que requiere el país y para establecer un sistema de innovación y tecnología que nos permita unirnos a la revolución robótica y de la informática, en vez de quedar entre sus víctimas.
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