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La esperanza radica
en que la circulación de nuevas ideas y creencias comiencen a servir como la
primera capa de semillas desde la que la historia continuará siendo inventada
por el hombre.
Una de las cuestiones más desafiantes, aterradoras y
sublimes en las que podría enfocarse la humanidad sería adquirir una concepción
renovada de cómo debería ser el mundo a partir de que se comience a superar la
catástrofe sanitaria, económica y social de la Covid-19. Sin embargo, para
proceder, hay una cuestión de método que habría que evaluar en primer lugar:
¿Cuál podría ser el modelo adecuado para que decidir sobre lo que únicamente es
una posibilidad dentro de una constelación inconmensurable de futuros posibles,
resultase útil y genuinamente racional?
Cómo pensar en el futuro a partir de sistemas o concepciones
predictivas de base científica no es algo que se enseñe habitualmente en las
escuelas ni en todas las universidades. Por ello, incluso entre perfiles con
formación superior, no es raro caer en el enfoque simplista de que en el futuro
“cualquier cosa podría pasar”, lo que resulta estéril para limitar la
incertidumbre y aumentar la adaptabilidad ante un entorno que es cambiante por
su propia esencia. Así que, hay pocas dudas de que la perspectiva de admitir un
exceso de futuros posibles es contraproducente.
Una forma práctica de pensar en el futuro, asociando
creatividad y realismo en el mismo algoritmo, es mediante una relación
combinatoria entre un principio de restricción y otro de compromiso.
¿Qué implica fijar restricciones sobre el futuro? Su sentido
central es el de adaptar un sistema o una estructura en su mejor versión
posible dentro de un entorno que le será hostil o que se caracterizará por
oponer un alto grado de resistencia y adversidad. Luego, por ejemplo, dada una
realidad tan compleja como la que se define por el conflicto entre
globalización versus proteccionismo y nacionalismo, el futuro predecible
tendría que esbozar el mejor modelo plausible dentro de lo que cabe esperar que
seguirá existiendo tal cual es hoy o a partir de aquello que se prevé que
saldrá ganador. Asumir estas restricciones a la hora de diseñar el futuro no es
en absoluto optar por un sesgo conservador, sino entender el enfoque del
realismo como la virtud de saber enfrentarse a los males de la vida y a las
flaquezas de las sociedades.
En el otro extremo del binomio quedaría el principio
de compromiso, cuya lógica difiere sutilmente del primero, de manera
que, según sus postulados, se trataría de presentar una versión de un sistema o
una estructura que, no siendo absolutamente perfecta, sí que se podría concebir
y realizar a medida de su máxima capacidad o potencial. Dicho con otras
palabras, hacer que el mundo funcione lo más cerca del ideal dentro del umbral
de máximo rendimiento que se puede esperar. Con tal medida, no se trata de
proyectar futuros “alocados”, sino facilitar que se pueda explorar con
convicción lo que se etiqueta popularmente como inverosímil, pues, trabajar
desde una altura de miras tan virtuosa sería un paso en la dirección de que
pudiera suceder un resultado con una elevada probabilidad de emulación sobre el
contenido del ideal propuesto. La creatividad aquí se convierte en un aliado
indispensable.
Entre los vaticinios de estos días aportados por numerosos
visionarios, tecnólogos, antropólogos e historiadores desde los que acercarnos
a un futuro mejorado que alivie la crisis actual y que nos prevenga de
repetirla, se refleja el peso desigual que han tenido los principios
predictivos en su concepción, sonando proporcionadamente realistas o
desusadamente ingenuos:
- Las
últimas barreras, tanto de costumbres y necesidades cotidianas como en el
plano regulatorio, sobre el uso de herramientas digitales para trabajar en
remoto de múltiples formas organizativas y tipologías laborales, caerán
definitivamente. No todo será virtual, pero las reticencias burocráticas y
administrativas quedarán licuadas, y estaremos más cerca de generar un
mercado de trabajo y unos estados democráticos íntegramente digitalizados,
con una mayor flexibilidad y versatilidad para permitir la participación
ciudadana, así como alentando la irrupción por diseño de nuevos trabajos.
- La
digitalización de la educación en la escuela y la universidad, que llevaba
incrementándose año tras año con un ritmo sostenible, pero que todavía no
había sido plenamente disruptivo, entrará en una curva de aceleración sin
precedentes. Las instituciones solo tendrán la opción de adaptar sus
procesos y actividades mediante metodologías pedagógicas y fórmulas
evaluativas basadas y certificadas con herramientas en remoto.
- La
masificación de un estilo de vida sano, basado en la autorresponsabilidad
y la telemedicina gracias a dispositivos digitales y softwares de
seguimiento y consulta para realizar diagnósticos precoces y
prescripciones de medicamentos.
- La
realidad virtual, que cogió fuerza a mitad de la década pasada, volverá a
adquirir una posición de preponderancia por medio de programas que sirvan
para tratar a personas con enfermedades mentales (como el autismo o
similares) de modo que aseguren la intervención especializada en
coyunturas de confinamiento físico o asilamiento social.
- La
erosión del individualismo. Se prevé una transformación de los modelos
sociales y políticos basados en el éxito y las capacidades individuales de
acceso a recursos, para dar protagonismo a fórmulas universalistas del
pasado, revisitándolas para tramarlas de una identidad comunitaria y de
mecanismos que acorten las desigualdades.
Lo urgente no es si estos oráculos se cumplirán, sino que la
esperanza radica en que la circulación de nuevas ideas y creencias comiencen a
servir como la primera capa de semillas desde la que la historia continuará
siendo inventada por el hombre.
El crítico Slavoj Zizek, en sus propuestas sobre la
evolución de las utopías y la aparición de las revoluciones, aludió a lo
importante que son las semillas de la imaginación que permiten que un arte
nuevo o una concepción inédita de plasmar el mundo comiencen a crecer y
propagarse. Estas semillas innovadoras, con pretensión de reformar o de hacer
cambiar lo que está asumido como inevitable, siempre han estado motivadas por
crisis externas que afectan a sociedades enteras o por depresiones u obsesiones
internas que sufren personas concretas.
La semilla para forjar el iluminismo trascendental de Kant
estuvo en empeño de superar la teosofía de Swedenborg. La semilla para activar
la teoría dialéctica de Hegel se precipitó para tratar de superar la influencia
de la economía política inglesa. Sir Isaac Newton aprovechó una reclusión
motivada por una epidemia en Londres en 1665 para fijar los fundamentos del
cálculo. El año más prolífico y decisivo para la madurez de las teorías de
Freud fue 1915, en plena Primera Guerra Mundial, cuando tenía que vivir
enclaustrado en su casa de Viena, sin poder viajar, sin editoriales que le
publicaran ni conferencias que impartir ni pacientes que tratar. En 1348, la
peste desembarcó en Marsella, tras dos años de mortalidad extrema en la
población europea, emergió otra forma de ser humano basado en el cuidado de una
casa con normas mínimas de higiene, conservando mejor el estado de los
alimentos, y vigilando para que bebes y niños estuvieran a salvo del contacto
con ratas.
Las restricciones que nos impone la realidad siempre han
sido un vector para el progreso, pero además han provocado que el inconformismo
con el estado de las cosas y la genialidad consustancial ser humano se
alineasen para dar saltos cualitativos imprevistos.
Es el momento de elegir las semillas para propiciar un nuevo
salto, quizás con límites, pero sin renunciar al compromiso de conceder
autoridad ética al futuro, aunque todavía no exista.
Alberto González Pascual es director de transformación, desarrollo y talento en el área
de recursos humanos de PRISA.
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