La mayoría de las
encuestas muestran que a menos de un tercio de los empleados les importa su
trabajo, y que esta tendencia está empeorando a largo plazo.
Hace poco el jefe de una amiga reunió a todos sus empleados
para la típica charla de Año Nuevo. "Cada uno de vosotros tiene el derecho
de amar su trabajo", les dijo.
A ella esto le pareció estupendo y se sintió algo
desilusionada cuando le indiqué que era algo peligroso y poco realista. Nadie
tiene el derecho de amar su trabajo. No sólo eso, la mayoría lo detesta.
Si escribes en Google "mi trabajo es __," el
buscador predice cómo va a seguir la frase: "tan aburrido" o "lo
que me produce instintos suicidas" o "lo que me deprime". Si
comienzas con "mi jefe es __," Google ofrece: "perezoso",
"un abusón" o (mi favorito) "un idiota". Y lo que es aún
más alarmante, si escribes "mi trabajo es estimulante", el programa
asume que has cometido un error y sugiere que quisiste decir "no es
estimulante".
Internet tiene facilidad para aflorar los malos
sentimientos. Sin embargo, en este caso la insatisfacción laboral es legítima y
está aumentando. Nos encontramos ante lo que Tomás Chamorro-Premuzic, un profesor del University College de
Londres, llama una "epidemia de desconexión". La mayoría de las
encuestas muestran que a menos de un tercio de los empleados les importa su
trabajo, y que esta tendencia está empeorando a largo plazo. En Reino Unido
existen evidencias de que nuestros trabajos nos gustan mucho menos que en la
década de 1960.
Esto resulta extraño. Yo no formaba parte de la población
activa en los años 60. Pero sí en los años 80, y puedo confirmar que las cosas
están mejor ahora que entonces. Cuando me incorporé a la City de Londres antes
de la liberalización financiera, o "Big Bang", estaba llena de hombres
de clase alta con trajes de rayas, y la mayoría de ellos eran asombrosamente
tontos. Los trabajos aún eran de por vida, por lo que si tenías uno que no te
gustaba, estabas atrapado. Los ascensos tardaban siglos en producirse, y
dependían de una estricta escala de antigüedad y de con quién jugabas al golf.
El abuso era tan normal que a nadie se le ocurría quejarse. Los edificios de
oficinas eran oscuros, sucios e incómodos. No existían cosas como las sillas
ergonómicas, y existía la probabilidad de sufrir un cáncer de pulmón debido al
humo generado por los fumadores.
Actualmente, las oficinas no sólo son luminosas y bellas,
sino que no hace falta que vayamos a ellas si no queremos; podemos trabajar
desde casa en su lugar. A los jefes se les ha enseñado a no gritar. Hay
gimnasios y frutas gratis. Y si se es mujer, las cosas han mejorado hasta tal
punto que son irreconocibles. En los años 60 sus funciones estaban limitadas a
los archivos y la taquigrafía, mientras que ahora (al menos en teoría) pueden
ocupar cargos en la dirección. ¿Entonces,
por qué estamos tan deprimidos?
La razón más común es
tener un mal gestor. Pero esto es un enigma, ya que los gestores
seguramente sean menos inútiles que hace medio siglo.
Todos esos títulos de MBA, las tutorías y las sesiones de coaching
-nada de lo cual existía hace 50 años- no pueden haber sido totalmente en vano.
Nuestro moderna
desafección puede deberse en parte al cambio de un trabajo a otro. Al poder
marcharnos en cualquier momento, tenemos una menor motivación para luchar por
el éxito dondequiera que estemos. Si todo el mundo viene y va constantemente,
nadie se siente seguro ni identificado con su empresa.
Pero la razón
principal de la infelicidad es que albergamos demasiadas esperanzas. Los
trabajos de oficina habrán mejorado, pero nuestras expectativas han ido mucho
más lejos. Una mejor educación no ha ayudado. A las personas con títulos
universitarios suele desagradarles más su trabajo que a los no licenciados. Así
que cuantas más personas obtienen un título, más aumenta la infelicidad. Cuanto
más subimos en la jerarquía de necesidades de Maslow, más difícil nos resulta disfrutar de las vistas desde la
cima.
Las cosas empeoran
con las acciones bien intencionadas de las propias empresas. Ante la
desafección de los trabajadores, insisten en que es vital que seamos felices.
Proclaman sus valores. Nos dicen que están cambiando el mundo. Exigen que no
sólo nos comprometamos sino que lo hagamos apasionadamente. Nos incitan a hacer
un buen trabajo voluntariamente, todo en nombre de la relevancia.
El resultado no es la felicidad. Según nuevas
investigaciones de la Universidad de Sussex, este tipo de declaraciones
desmotivan aún más a los empleados, haciendo que se sientan más infelices y
desilusionados que antes.
La obsesión de las
empresas con la felicidad es en parte la causa de nuestra infelicidad.
Cuando todos a tu alrededor aseguran tener una pasión o haber encontrado un
sentido, o cuando los directivos te dicen que tienes el derecho de amar tu
trabajo, es lógico -al menor signo de aburrimiento o tras un leve desacuerdo
con algún superior- concluir que tu trabajo suscita sentimientos suicidas y que
tu jefe es un idiota.
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