La revolución digital
genera nuevas relaciones productivas y transforma la economía… en unos años
quizá lo único que necesitemos para ganarnos la vida sea una humilde conexión a
Internet.
Decir que la revolución digital está transformando la
economía es un cliché. Lo que no sabíamos es que el futuro sería tan
promisorio. Los ludditas contemporáneos
–grupos conservadores renuentes a la tecnología– pensaron que los paradigmas
del nuevo siglo serían más que costosos… que el empleo se esfumaría para
siempre. Subestimaron la capacidad del hombre para edificar nuevas relaciones
productivas.
Los detractores siguen sin darse cuenta que el futuro del
empleo, de hecho, ya está aquí. Se llama “economía
colaborativa” (sharing economy en inglés). La definición de Wikipedia es la
más precisa: “Un sistema económico en el que se comparten e intercambian bienes
y servicios a través de plataformas digitales”. Desde choferes privados y
tintorerías hasta empleadas del hogar y alojamiento, e incluso besos y abrazos…
Imagine un domingo en su casa. A medianoche, sin más,
descubre una fuga de agua en su baño. ¿Un plomero a esas horas? Imposible…
¿cierto? Lo que usted no sabe es que a 10 minutos vive uno que está dispuesto a
ayudarle. Pero no saberlo es como si no existiera; entonces, ¿por qué no tener
un sistema de geolocalización que se lo dijera… que le dijera a usted que a 10
minutos vive un plomero dispuesto a asistirlo, y, al plomero, que a 10 minutos
hay un cliente dispuesto a pagarle? Bueno, pues eso es precisamente lo que
resuelve la “economía colaborativa” a través de telefonía celular: conectar gente que busca “algo” con gente
que lo ofrece. La cantidad de bienes y servicios que pueden imaginarse en
este esquema es literalmente infinito: desde comida casera y chefs privados,
hasta maquinaria pesada, manicure y clases de francés.
El mejor ejemplo es Uber,
la aplicación digital que conecta a pasajeros con conductores privados. Si
usted tiene un coche y le sobra tiempo los domingos, ¿para qué tenerlo
estacionado? Inscríbalo a Uber y conviértase en chofer amateur. ¿Cómo? La
aplicación lo conecta con usuarios que necesitan un aventón; usted pasa por
ellos, los lleva a su destino, y Uber hace un cargo a la tarjeta del pasajero
basado en distancia y tiempo (calculado con GPS). La compañía se queda con el
20% de comisión, y el 80% restante es para usted. Si hace 10 viajes de 150
pesos un domingo cualquiera, ganó 1,200 pesos que no tenía contemplados. ¡Ah!,
y si usted no quiere ser el chofer, no se preocupe… puede contratar a alguien
que trabaje su coche. ¿Qué le parece? Así no sólo explotó un bien que antes no
producía, sino que dio empleo.
Otro buen ejemplo es Airbnb,
un servicio similar a Uber pero de alojamiento. Supongamos que usted tiene un
departamento, sus hijos ya se casaron y tiene tres cuartos disponibles. ¿Para
qué tenerlos desocupados? Mejor los inscribe a Airbnb y los renta por noche,
semana, mes, año, o el tiempo que usted quiera, a los millones de usuarios que
la compañía tiene en todo el mundo. Usted decide el perfil de huésped que
quiere recibir: extranjeros, parejas, sólo mujeres, con mascota, viajeros,
etcétera. Igual que Uber, la compañía garantiza –a través de sistemas de
puntuación y calificación entre usuarios y clientes, filtros de entrada,
perfiles psicológicos, e historial de servicio– que la experiencia sea segura y
agradable para ambos lados. Cualquier problema quedará registrado en el perfil
y, por consiguiente, cada lado dará lo mejor de sí: se fomenta una verdadera
meritocracia.
Desde luego que esto no es nuevo en la economía: los
intermediarios acaso han existido desde que se erigió el capitalismo global. La
diferencia es la enorme eficiencia y precisión con la que –por medio de
complejos algoritmos que estiman flujos, necesidades y volúmenes de manera casi
instantánea– la tecnología lee e interpreta los ciclos de oferta-demanda. Pero
lo más importante –y es aquí donde creo que finalmente se resuelve la escasez
de empleo que tanto angustió a los ludditas desde la caída de la economía
industrial– es que uno podrá proveer bienes y servicios sin depender de un
empleador. Por un lado, es la atomización de los monopolios; por otro, la
diversificación de la ocupación humana. En unas décadas ya no nos ganaremos la vida sentados en un escritorio de 9 a 9 con un
jefe que nos amedrenta. Se acabarán las pesadillas fabriles de Charles
Dickens. El pan llegará contando historias a los niños, sirviendo cocteles a
domicilio, paseando perros, alquilando la máquina pulidora de mármol que sólo
usamos una vez al año, llevando a gente a Veracruz, dando clases de
matemáticas. Dentro de unos años, probablemente lo único que necesitemos para
ganarnos la vida –de una forma u otra– sea una humilde conexión a Internet.
Pablo Majluf es
periodista y maestro en comunicación por la Universidad de Sydney, Australia.
Es coordinador de información digital del Centro de Estudios Espinosa Yglesias
(CEEY). Las opiniones de Pablo Majluf son a título personal y no representan
necesariamente el criterio o los valores del CEEY.
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