Dos sucesos de actualidad muestran los cambios profundos en
el modo de ejercer el liderazgo en lo últimos años.
Me refiero a la destitución del entrenador de un equipo de
fútbol plagado de jugadores estrella
extraordinariamente bien retribuidos. Y a las dificultades de los responsables
de diferentes formaciones políticas para gestionar un entorno de fragmentación
parlamentaria, con un poder mucho más distribuido que en el pasado.
Tradicionalmente, el líder era la persona que conseguía unos
resultados brillantes para su organización o para su país, desde una posición
de poder y/o de prestigio bien consolidada. ¿Pero qué ocurre cuando se debe
dirigir un proyecto en entornos de incertidumbre y con apoyos más frágiles?
Tengo la impresión de que liderar desde posiciones fuertes es cada vez menos
frecuente y que responde a un modelo de liderazgo algo arcaico.
En el caso del entrenador de fútbol, nos encontramos con una
situación bien conocida en sectores de actividad dinámicos y basados en la
aportación de valor de personas con un especial talento. Pensemos, por ejemplo,
en un centro de investigación, en un gran hospital o en una startup
tecnológica. ¿Hasta qué punto el
investigador que presenta un gran descubrimiento ante la comunidad científica,
el cirujano que aplica una nueva técnica o el ingeniero que desarrolla
aplicaciones de gran impacto social reconocen la autoridad de directivos a los
que atribuyen simplemente una capacidad organizativa y de asignación de
recursos? Las personas estrella ocupan posiciones subordinadas desde el punto
de vista estructural, pero son conscientes de que sobre ellos reposa
preferentemente el protagonismo ante el mercado o ante la sociedad.
En Estados Unidos, para designar la tarea de quienes dirigen
equipos formados por personas muy conscientes del valor que aportan, y más
cualificadas en su respectiva práctica profesional que el jefe que supervisa su
trabajo, se emplea la expresión “pastorear gatos”.
Tal vez algunos directivos deban repensar actualmente el rol
que les corresponde. No se trata de entrar en una guerra de egos, ni en una
interminable disputa acerca de quién capitaliza los éxitos conseguidos, sino de
aprovechar al máximo el talento disponible para alcanzar los mejores
resultados. Encontramos un déficit de personas con responsabilidad, que asuman
plenamente la posición de poder que se les asigna, y que al mismo tiempo se
sientan cómodos manejando la actividad de profesionales que, bajo algunos
puntos de vista, son mejores que él mismo.
Y en el plano político, los nuevos escenarios de gran
diversidad o de fuerzas emergentes a los que se enfrentan algunos países rompen
un viejo paradigma según el cual los dirigentes se ocupan de dos tareas bien
diferenciadas: alcanzar el poder y, después, ejercerlo. Ahora, liderar
políticamente es desarrollar de forma simultánea las dos actividades: en cada
acto de ejercicio del poder se busca la legitimación a través del acuerdo y del
consenso.
El liderazgo se ha convertido en algo más sutil, requiere de
más finura y de más inteligencia que en el pasado. En esta segunda década del
siglo XXI un buen líder puede, y debe, alcanzar grandes logros desde posiciones
de poder más difusas, en entornos menos predecibles y jugando en serio con la
diversidad. Ahora, más que nunca, el
líder es el que consigue que personas que piensan distinto y tienen intereses
diversos, aporten sus capacidades y recursos para la realización de un proyecto
compartido. A quien pretenda liderar desde pensamientos únicos y
protagonismos en exclusiva, siempre le queda el recurso de refugiarse en la
memoria de tiempos pasados, pero tiene un escaso margen para dirigir con éxito
organizaciones y sociedades presentes.
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