El líder se hace, pero también nace. Los últimos
avances en neurociencia y en la investigación del genoma han detectado como hay
genes relacionados con el ejercicio del poder y cómo este puede llegar a
modificar el cerebro del que manda, sus emociones, empatía y relación con los
otros.
¿Por qué muchos líderes se
vuelven prepotentes, arrogantes, despiadados e insensibles? ¿Por
qué cuando alguien adquiere más o menos poder con frecuencia olvida lo que
sentía, pensaba o esperaba de sus jefes antes de mandar? Se ha escrito mucho de
los aspectos psicológicos y sociales del liderazgo, pero pocos conocen los
cambios estructurales y hormonales que se producen en el cerebro de los
líderes.
En la naturaleza muchas especies animales
viven en grupos porque eso supone una ventaja evolutiva, además la posibilidad
de supervivencia se ve notablemente incrementada cuando se cuenta con
individuos que ejercen un liderazgo. Dejando de lado el tipo de
especie, estos líderes comparten rasgos comunes que pueden verse potenciados
con la interacción entre los miembros. Los humanos también somos especie
grupal. Todos nos sentimos identificados con uno o más grupos –nacional,
profesional, cultural, lingüístico, deportivo...–, pero hay personas a quienes,
además, también les gusta ejercer el poder en el grupo. Con todo, el liderazgo
no es asequible a todo el mundo; es necesario tener un temperamento especial.
Todo aquel que ha conocido a algún líder antes de que empezase a ejercer el
poder coincide en decir que el ejercicio del poder lo ha cambiado. Ya no son
los mismos que eran. Por citar algún ejemplo, aquellos que conocen bien a Obama
dicen que, tras un año de mandato, cambió y que su actitud hacia los demás
empezó a ser distinta: más lejana, más distante, más fría, incluso a veces
hasta manifiestamente esquiva. Y si en alguna ocasión hemos ejercido el poder
en algún grupo, por pequeño que este sea, y hacemos un ejercicio de sincera
introspección, deberemos reconocer que tras un tiempo ejerciéndolo, el poder
también nos ha cambiado.
¿Qué hace que una persona sea un líder
nato, y por qué el poder lo cambia y nos cambia si lo ejercemos nosotros? La
pregunta no es fútil porque una vez escogemos a un líder, o estos se escogen a
sí mismos (manera elegante de decir que maniobran dentro de su grupo con más o
menos sutileza para imponerse), delegamos en ellos parte de nuestras
decisiones. Y también tendemos a seguirlos, aunque a veces, o a menudo, lo
hagamos a regañadientes.
La tribu y su líder
Antes de hablar de los líderes, hay que
indagar en los grupos que encabezan. Todos tenemos tendencia a identificarnos
con un grupo, de integrarnos en él, lo que en biología social se llama
tribalismo. El biólogo Garrett Hardin definió el concepto de tribu como “cualquier
grupo de personas que se considere a sí mismo un grupo diferente y que sea
percibido por el mundo exterior de la misma manera”. Este grupo puede ser una
etnia, una secta religiosa, un grupo político, una categoría profesional... La
característica esencial de una tribu es, sin embargo, que sigue una regla de
doble moral, es decir, que utiliza un paradigma moral para el comportamiento en
las relaciones dentro del grupo, y otro distinto para las relaciones que se
producen fuera de él. Esto hace que, en general, la mayor parte de personas
dividan el mundo entre los que pertenecen a su propio grupo y los que no
pertenecen a él, entre propios y ajenos, una clasificación primaria muy básica
pero sin embargo muy efectiva desde el punto de vista de la vida social. Así,
casi desde el nacimiento podemos detectar automáticamente quienes son los nuestros y
los distinguimos de los demás. Y tendemos a cooperar, a mostrar lealtad y
ayudar con más facilidad a los primeros que a los segundos.
Esta diferenciación entre propios y
ajenos se establece en nuestro cerebro, en base a sus mecanismos neuronales y
neuroquímicos que funcionan especialmente en las redes que procesan las
emociones básicas y las sociales. Un ejemplo de ello es la amígdala, una
pequeña porción de nuestro cerebro que se ha especializado, entre otras
funciones, en el análisis de lo que es diferente de nosotros, en identificar a
los ajenos, una percepción que interpreta como una posible señal de peligro.
También la corteza prefrontal medial, el surco temporal superior derecho y la
corteza occipital medial se activan en presencia de personas de nuestro grupo,
lo que nos proporciona una sensación subjetivamente agradable.
¿Qué tiene todo ello que ver con los líderes?
Pues que contribuyen, con el ejercicio
del poder, a mantener la cohesión, acentuando las similitudes entre sus
miembros y las diferencias con los que no lo son. Y ello nos lleva a lo que
apuntábamos al principio de este artículo, que para ejercer el liderazgo es
necesario tener un temperamento especial. Pues bien, este talento especial
requiere de unos ingredientes facilitadores de comportamientos de búsqueda y
consecución por mandar. Simplificando mucho es lo que se denomina macho
alfa, por comparación con otros primates que también se estructuran
socialmente en grupos, aunque en la especie humana no se restrinja en absoluto
al sexo masculino –lo que no quita que, aparentemente, este deseo de dominancia
se dé más en hombres–. A todo ello contribuyen factores neurohormonales y
neuroquímicos, como la testosterona, hormona que abunda más en hombres que en
mujeres y que se relaciona no sólo con aspectos de la diferenciación sexual
sino también con el deseo de dominancia social. La testosterona no sólo cambia
la conducta, sino la anatomía del sujeto dominante (en los primates sobre
todo), cuyos cuerpos aumentan de tamaño y su pelo se platea.
Además, las encuestas apuntan que las
características más valoradas en los líderes son el carisma, una
cierta impulsividad, autoconfianza y creatividad a la hora de buscar nuevas
soluciones a los problemas. Y su nivel de estrés suele ser inferior al de la
población que lideran. En los grupos más jerarquizados, los sujetos que se
encuentran en los niveles más bajos del organigrama social tienen niveles más
altos de cortisol, la hormona del estrés. Todo ello podría resultar beneficioso
en un líder, pero a menudo estas características van asociadas también a
impetuosidad, incompetencia impulsiva, rechazo a escuchar y a aceptar consejos,
imprudencia y falta frecuente de atención a los detalles, lo que a su vez puede
resultar desastroso y causar daños de grandes proporciones, como la historia no
deja de mostrarnos. Decididamente, un líder precisa un temperamento especial.
Los líderes y sus genes
No hay muchos estudios genéticos sobre
la capacidad de liderazgo, probablemente por la reticencia de muchos líderes a
ser examinados por miedo a que se descubran sus secretos –o miserias–, lo que
probablemente disminuiría la sensación de poder que transmiten a sus
subordinados y, en general, a la opinión pública. Pero los pocos trabajos que
se han efectuado son muy significativos. Un estudio puesto en práctica el año
pasado con parejas de gemelos idénticos, que comparten el 100% del genoma, y
con gemelos fraternos, que comparten muchos menos genes, permitió establecer
que la heredabilidad de la capacidad del liderazgo se sitúa en torno al 24%, lo
que no está nada mal para un carácter del comportamiento en el que confluyen
muchos factores diferentes.
Sin duda el líder se hace, pero también nace
Además, también se identificó un gen
directamente relacionado con esta capacidad. Se trata del receptor neuronal de
la acetilcolina (CHRNB3, según las bases de datos del genoma humano), y su
función es recibir y transmitir información. En función de la variante concreta
que tengamos para este receptor, partiremos de una mejor o peor predisposición
para ser líderes natos. La acetilcolina es un conocido
neuromodulador que actúa a nivel de la plasticidad neural, de los sistemas de
recompensa del cerebro (influyendo en el neurotransmisor clave, la dopamina) y
del nivel de activación general del mismo, lo que en terminología
neurocientífica se denomina arousal. Estos datos hablan por sí mismos, puesto
que sin duda el nivel de activación general del cerebro influye en la capacidad
de liderazgo, y el sistema de recompensa hace que el líder sienta placer al
ejercer el poder y, por eso, quiera seguir ejerciéndolo.
La selección natural y el acervo
genético pueden ser factores importantes para delimitar los roles en animales
sociales. Llegados a este punto cobra especial importancia la siguiente
cuestión: ¿Nacemos líderes o nos esforzamos para serlo? En muchos grupos de
animales, la actividad coordinada se ve facilitada por la emergencia de líderes
y seguidores. No obstante, muchos de los grupos experimentan cambios frecuentes
en el papel de líder. Recientemente, un grupo de investigación de la
Universidad de Cambridge ha mostrado en parejas de peces espinosos (Gasterosteus
aculeatus) que es posible modificar el papel de estos animales reforzando
su conducta con comida. De todas formas, lo curioso es que el líder es capaz de
adoptar el papel de seguidor con relativa facilidad mientras que el seguidor es
incapaz de liderar.
Líderes y trastornos mentales
Nadie duda de que no todos los líderes
son iguales: hay líderes y líderes (dejemos que todos y cada uno de nuestros
lectores ponga los calificativos que crea más oportunos tras la palabra
líderes). Hagamos un pequeño salto en el tiempo: 11 de febrero de 1945, palacio
de Livadia (Ucrania). Se da por terminada la conferencia de Yalta y se firma el
acuerdo entre los tres principales líderes aliados de la Segunda Guerra:
Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Iósif Stalin. Es un acuerdo que
cambiará el mapa político mundial y la historia, firmado entre los tres líderes
que pusieron fin a la pesadilla del nazismo.
Es bien conocido que Winston
Churchill sufría de un trastorno bipolar, y que pasaba de profundas
depresiones melancólicas, que él mismo llamaba black dogs (perros
negros), a episodios hipomaníacos (eufóricos) en que se mostraba francamente
irritable, agresivo, perdía grandes cantidades de dinero jugando, recibía
visitas políticas en ropa interior o en la bañera, prácticamente no dormía y
consumía grandes cantidades de whisky. De Roosevelt se dice lo
mismo, aunque no queda tan claro –hay quien le acusa de haber cedido demasiados
puntos a Stalin durante la susodicha conferencia, y algunos historiadores lo
defienden diciendo que por aquellas fechas estaba deprimido–. Stalin,
a su vez, sufría de algún tipo de trastorno que cursaba con paranoia
–probablemente un trastorno delirante crónico–, y estaba convencido que todo el
mundo le quería matar. Anecdóticamente, en su nota de pésame a Eleanor
Roosevelt, le expresó el convencimiento de que su marido Franklin había sido
envenenado y le ofrecía su ayuda en la investigación y búsqueda del culpable.
Como mínimo dos de los tres líderes que
salvaron el mundo del terror nazi sufrían un trastorno mental grave –lo que
hizo que, en algún caso, sumiesen a su propio pueblo a un terror comparable, el
caso de Stalin–. Y no es que las cosas fueran muy diferentes en el otro
bando: Adolf Hitler necesita varios libros para él solo,
porque los expertos no se ponen de acuerdo en definir la psicopatía que sufría,
pero sin embargo era alguna forma de trastorno de la personalidad, posiblemente
de características paranoides y narcisistas. Sin duda estos y otros trastornos
se dan en muchos o en todos los dictadores, como algunos trabajos han puesto de
manifiesto con dictadores más recientes como Sadam Husein y Kim Jong Il.
Se podría argumentar que en tiempos de
guerra ponemos nuestros destinos en manos de los líderes más arriesgados, pero
la realidad es bien distinta: uno de los pocos estudios realmente fiables al
respecto muestra que casi la mitad (el 49%) de los presidentes de los EE.UU.
entre 1776 y 1974 sufrían algún tipo de trastorno mental: el 24% sufría de
depresión, el 8% de trastorno bipolar y otro 8% de alcoholismo. Esta lista
incluye nombres tan ilustres como Abraham Lincoln (depresión psicótica),
Theodore Roosevelt (primo de Roosevelt y también con trastorno bipolar),
Richard Nixon (abuso alcohólico) y Dwight D. Eisenhower y Lyndon B. Johnson
(ambos con trastorno depresivo). La magnitud de estos hechos es tal que algunos
expertos hablan del síndrome de Hubris (arrogancia), que relaciona
psicopatología y poder.
Es posible que haya un punto atávico
facilitador en la enfermedad psiquiátrica para acceder a los puestos de poder,
de la misma manera que es sabido que, como mínimo en los EE.UU., los líderes
que son altos son más votados que quienes son bajos. ¿De qué características
atávicas estamos hablando? Probablemente se relacionan con el hecho de que las
personas que sufren un trastorno psiquiátrico en combinación con una
determinada personalidad son más arriesgadas, más impulsivas, más carismáticas
y más creativas. Es decir, que reúnen las condiciones que la sociedad valora
más en un líder. Roy Porter, en su obra A social history of madness:
stories of the insane (Una historia social de la locura: historias de
locos) escribe: “La historia de la locura es la historia del poder. Porque
imagina el poder, la locura es a la vez la impotencia y la omnipotencia. Ella
necesita el poder de controlarlo. Al amenazar a las estructuras normales de la
autoridad, la locura se dedica a un diálogo –un interminable monólogo a veces
monomaníaco– sobre el poder”.
El poder cambia el cerebro Este artículo
arrancaba diciendo que el ejercicio del poder cambia el cerebro de los líderes.
Algunos sencillos experimentos consistentes en otorgar un papel de poder o sumisión a
sujetos experimentales normales tan sólo durante un rato,
mientras dura el experimento, detectan que el que manda se vuelve más frío emocionalmente,
más distante, menos empático con sus congéneres y más motivado en pensar en sí
mismo. No se han hecho esos estudios con personas poderosas comparándolas con
otras que no lo son, así que no puede responderse a la pregunta de si la
proclividad temperamental previa al poder produce todavía más frialdad
emocional que dar poder a quién no lo busca.
La prepotencia o arrogancia derivada
del acceso al poder se desarrolla sólo después de haber ejercido el mando
durante un período de tiempo, y se caracteriza por una acentuación de rasgos de
personalidad narcisistas, antisociales e histriónicos. Las personas que lo
padecen ven el mundo como un lugar para la auto-glorificación a través del uso
del poder, tienen una tendencia a actuar para mejorar su imagen personal,
muestran una preocupación desproporcionada por su apariencia y presentación,
exhiben un celo mesiánico y una exaltación en el habla, confunden su persona
con la organización que lideran, muestran una excesiva confianza en
sí mismos, hasta el punto de creerse invulnerables (y actuar con total
impunidad, algo que pueden acabar lamentando más tarde) y un desprecio
manifiesto hacia los demás.
La prepotencia puede afectar a
cualquier persona dotada de poder, y se encuentran ejemplos en campos muy dispares,
como líderes empresariales, políticos, artistas y gurús religiosos, entre
otros. De hecho, el colapso financiero de 2008 puso de manifiesto que algunos
banqueros internacionales también mostraban signos marcados de este síndrome,
lo que probablemente agravó sus consecuencias. Un ejemplo: el 18 de noviembre
de aquel año, tras la caída de Lehman Brothers y Merrill
Lynch, tres presidentes de grandes compañías automovilísticas acudieron al
Senado de Estados Unidos a pedir al Gobierno un préstamo de 18.000 millones de
euros por falta de liquidez. Para el asombro de la prensa y de todos los
presentes, los presidentes se presentaron en el Senado a pedir dinero tras
aterrizar con sus respectivos jets privados. A ninguno se le ocurrió que
aquello no era una buena idea, y nadie se atrevió a sugerirles desplazarse en
un vuelo regular. El escándalo fue mayúsculo. Existen ejemplos más cercanos y
de franca actualidad –algunos de ellos con connotaciones criminales– que no
entraremos a comentar. ¿Se puede prevenir o combatir la prepotencia?
Posiblemente sí. El primer precepto es ser consciente de ella. El César se
hacía acompañar de un hombre que le recordaba constantemente al oído “recuerda
que sólo eres un hombre”.
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