Crédito: Ignacio Sánchez
Entre los asalariados, la falta de registro afecta a seis de
cada diez, pero el problema es aun más grave si se mira el universo total de
quienes tienen una ocupación; causas y posibles soluciones
Tiene 19 años y hace más de 3 que abandonó el secundario,
aunque no pocas veces piensa en retomar los estudios. Pedro atiende un pequeño
local donde se venden comidas, en el mismo barrio de calles de tierra en el que
vive. Por su trabajo no tiene aportes jubilatorios ni recibe servicios de una
obra social. Ninguno de sus amigos ni de sus familiares está en un empleo
en blanco, así que su situación no le resulta extraña.
Pedro es uno de los rostros detrás de la estadística que
indica que 60,3% de los jóvenes de entre 15 y 24 años con alguna ocupación
dependiente, está en una relación laboral no registrada. El índice trepa aún
más cuando se considera el total de ocupados, sin importar si se está en un
vínculo de dependencia, en el cuentapropismo o en una actividad familiar. La
tasa de informalidad en este universo más amplio alcanza al
68,4%, en el caso de los jóvenes. Los datos surgen de un análisis hecho por
la Cátedra Unesco sobre las manifestaciones actuales de la realidad
social, del Instituto Torcuato Di Tella, basado en los resultados del
primer trimestre del año de la Encuesta Permanente de Hogares del Indec.
Los índices, según explica Guillermo Pérez Sosto,
coordinador de ese espacio de estudios y quien advierte sobre la alta rotación
en el empleo joven, son mucho más altos que los correspondientes a
la población total: en este caso, el empleo dependiente sin registro es de 35%.
Y la informalidad total (sumando asalariados, cuentapropistas y trabajadores
familiares) llega a 50,3%.
Que los problemas del mundo laboral afecten con mayor fuerza
a los jóvenes es algo no exclusivo de la Argentina. Pero en un país con
elevadas tasas de pobreza y de actividad en negro, es frecuente que la escasez
o la ausencia de vínculos de muchas personas con la economía formal profundicen
la problemática.
Según datos de la ya citada fuente, el mapa de la población
joven de las zonas urbanas del país muestra que casi la mitad de quienes tienen
entre 15 y 24 años (48,3%) solo se dedica a estudiar; le sigue el grupo de
quienes solo trabajan ( 19,3%). Los adolescentes y jóvenes que ni estudian, ni
trabajan, ni buscan un puesto son poco más de un millón: 13,7% del total. En grupos
menos numerosos están quienes estudian y trabajan (8,8%); quienes solo demandan
trabajo (6,7%) y quienes son estudiantes y, a la vez, buscan ocupación (3,2%).
En los territorios donde se convive en la pobreza "los
jóvenes quedan muy débiles en cuanto a los vínculos con el trabajo
formal", advierte Eduardo Lépore, director del Programa Pobreza, Inclusión
y Política Social de la Universidad Católica Argentina. "En las villas de
la ciudad de Buenos Aires, no más de 25% de la población activa tiene trabajo formal",
describe. Y agrega que tal situación hace que sea muy necesaria la acción de
los servicios de empleo dedicados a la intermediación.
Acercar a los jóvenes a las empresas es una de las
estrategias recomendadas. Lépore recuerda que hace casi una década hubo un
programa impulsado por el estado nacional, Jóvenes con Futuro, por el cual un
grupo de empresas abría sus puertas, por tres meses, a chicos de barrios
pobres, que recibían formación y hacían prácticas. Pero el plan, que según dice
logró mejorar la tasa de formalidad para esa población, no logró ser escalable.
Luego se pasó al más masivo plan Jóvenes con Más y Mejor Trabajo, que en la
práctica se concentró en dar prestaciones para terminar el ciclo secundario.
Además del contacto con la economía formal y del desarrollo
de prácticas calificantes, el aprendizaje de las habilidades blandas es marcado
como un elemento central en una estrategia que tienda a atacar los problemas
del empleo juvenil.
El economista Jorge Colina, director de Idesa, propone
reformar el sistema legal de pasantías para lograr que el eje gire, justamente,
sobre ese tipo de habilidades. Dice que debería desburocratizarse la dinámica
de los contratos y que debería dejarse de lado el requisito de que haya planes
de formación determinados, porque -cuando se trata de jóvenes que crecieron en
contextos vulnerables- el aprendizaje está en el hecho mismo de cumplir
horarios, en estar en un lugar de trabajo y en hacer tareas en equipo, por
ejemplo.
"Las pasantías deberían tener plazos bien definidos y
ser un puente de conexión con el aparato productivo", afirma la economista
Roxana Maurizio, docente e investigadora en la UBA y el Conicet. Agrega que un
certificado de experiencia calificante es un instrumento que valora un empleador
a la hora de analizar una contratación estable. Sin embargo, advierte que si
bien ese tipo de políticas orientadas a jóvenes hacen su contribución, deberían
ser un complemento de estrategias amplias para formalizar la economía.
Más allá de que la recesión complica las chances de
cualquier política, Elva López Mourelo, oficial en Mercados de Trabajo
Inclusivos de la OIT en la Argentina, puntualiza tres cuestiones que inciden
por estos días en la informalidad juvenil.
Una es que, por la crisis, creció la tasa de actividad
(porcentaje de la población que trabaja o busca trabajar), en especial entre
los jóvenes y las mujeres, algo que se explica por la mayor necesidad de
ingresos en los hogares; eso presiona sobre el mercado laboral y sobre la
calidad de los puestos. El segundo hecho es el fenómeno migratorio regional,
impulsado sobre todo por la situación de Venezuela, que hace que lleguen
profesionales muy calificados y ocupen puestos que demandan menos formación o
requieren habilidades diferentes a las que se tienen. El tercer factor es la
brecha de género, explicada, entre otras causas, por prácticas como el cuidado
de personas a cargo de niñas y adolescentes, que ven reducido el tiempo para su
educación y otro tipo de trabajos.
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