El cliente siempre tiene razón. Esta frase que hemos oído
desde niños ha sido un mantra del pequeño (y también del gran) empresario
durante muchos años. Así que creo que a pesar de que hablemos ahora del
“customer centricity” no es realmente una novedad.
Lo que ha cambiado en los últimos tiempos es que el cliente,
además de la razón, ahora tiene mucho más poder. La opinión de un cliente ya no
sólo cuenta para el empresario, sino para otros clientes, cientos de miles si
la publica en redes sociales o páginas populares. Con lo que tener un cliente
satisfecho no es sólo un objetivo, sino también una necesidad.
Por eso las empresas necesitan más que nunca tener empleados
que se preocupen de verdad por el cliente.
La introducción de este post la tengo tan interiorizada como
parte de mi discurso de cambio cultural a partir de lo digital, que no puedo
sino declararme “friki” del desarrollo personal. Me adelanto a denominarme así,
antes de que lo penséis vosotros cuando cuente la anécdota (de nuevo
parterno-filial) que he traído para compartir hoy en el blog.
Resulta que hace unos días me hallaba tendiendo una lavadora
en mi casa, cuando mi hijo de 5 años tuvo a bien ayudarme. Su misión era
acercarme las prendas más pequeñas hasta el tendedero donde yo las colgaba. En
un momento dado le pedí que trajese calcetines. Entonces él, con buen criterio,
me contestó que cuántos. Sin pensar demasiado le dije que “dos o tres”.
Y en ese momento fue cuando se me encendió la bombilla del
friki de la cultura corporativa, las competencias y el desarrollo. Internamente
decidí que aquella respuesta serviría de prueba para medir la orientación al
cliente de mi hijo. Sí, tiene sólo 5 años, pero no es que fuera nada ante
notario ni similar, simplemente pensé: Si me trae dos calcetines su tendencia
natural será la de optimizar (mínimo esfuerzo), pero si me trae tres su
tendencia natural será la de satisfacer al cliente.
Lo que sucedió a continuación es lo que me suele suceder con
él, que siempre me sorprende, y casi siempre positivamente. Porque al poco rato
apareció por el tendedero con las manos extendidas. En la izquierda portaba dos
calcetines y en la derecha tres.
- Elige papi. Dos o tres.
Y como siempre a partir de la anécdota saqué mis
conclusiones, que se resumen en una principal: Al cliente hay que ponerle la vida fácil. De eso trata otro de los palabras de moda “la experiencia
cliente” (customer experience). Nuestro cliente no necesita un trato
paternalista, ni que le den la “razón del tonto”… Necesita ante todo sentirse
escuchado y sentir que su vida ha mejorado tras su interacción con nosotros.
Esto, como casi todo en esta vida, va de percepciones. Y hoy, más que nunca,
importa la suya.
Aferrarnos a las bondades de nuestro producto, o las cualidades de
nuestro discurso o de nuestra sabiduría, suena sencillamente a pataleta de niño
pequeño si la persona que tenemos enfrente, el cliente, no tiene la percepción
de que hemos añadido, de algún modo, un elemento de valor que ha convertido su
vida en algo mejor o simplemente más sencillo.
Como a mí me sucedió en el tendedero, al cliente se le tiene que escapar una sonrisilla al interactuar con
nosotros. Debemos sorprenderle para bien. Darle ese valor adicional que nos
distinga de los demás, y que le empuje a hacer eso que nos puede hacer
triunfar: que te recomienden.
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