Experiencias

Rodolfo Salas: Facilitador y potenciador sobre conocimientos de liderazgo, estrategia, marketing y gestión de los negocios.

Fortalezas: Dirigir, inspirar e integrar a otros con una gran energía, Aceptar cambios de forma positiva, Desarrollar relaciones con otros, Ser más visible y Tener un alto grado de compromiso.

jueves, mayo 17, 2012

Dejemos la fidelidad a un lado

Y hablemos en otros términos cuando nos refiramos a la relación comercial entre empresas y clientes. Sobre todo en sectores como el de servicios y, específicamente, el convulso y menoscabado sector financiero. Estudios recientes realizados por agencias especializadas, como Cognodata y Deloitte, ponen de manifiesto un difícil escenario, para la banca en su conjunto, en lo que a fidelidad se refiere. O a infidelidad. De hecho, aunque las entidades financieras españolas gozan de mejores ratios de vinculación que las europeas, la crisis y los procesos de re-estructuración están favoreciendo un importante movimiento de clientes que buscan asegurar sus ahorros o acceder al crédito que otras les han denegado.
Aunque el español tiende a mantener relaciones con su banco o caja de toda la vida, los índices de infidelidad se mueven en cifras entre un 2% y un 4%, en cuanto a cancelación de contratos, y hasta un 35% de pérdida de valor de cliente. Ello debería preocupar a los directivos pues el negocio se desvanece también por el descenso de transaccionalidad, el trasvase de saldos y el abandono de cuentas. Intentar mantener vinculado a un cliente o crecer en número de contratos debería ser objetivo prioritario, aunque el margen por cobro de servicios de un buen cliente suele estar en un 55% del valor de uno menos vinculado. Aún así, cada baja tiene un impacto irreparable sobre la cuenta de resultados.
Para evitar las fugas silenciosas o súbitas, las entidades suelen poner en práctica programas de fidelización o de retención, articulan acciones de prevención de abandono (“índice de churn”) o diseñan barreras de salida para “secuestrar” temporalmente a sus clientes, con el consiguiente riesgo que ello conlleva. Que sean más o menos efectivas dependerá de variables estratégicas relacionadas con los valores corporativos de la entidad, y de unas bases de datos bien estructuradas y alimentadas con información centrada en la visión cliente (no orientada al encaje de la oferta de productos).
No obstante, la mayoría de las entidades financieras siguen desarrollando acciones inconexas alineadas con la venta de productos (cuantos más mejor) y pocas (muy pocas) se preocupan por mejorar la experiencia del cliente a través de sistemas incrementales de calidad de servicio (“nivel de errores cero”) y de modelos de interacción satisfactoria entidad/cliente. Y ya menos aún, sobre todo tras la desaparición de las cajas de ahorros, las que se preocupan de establecer compromisos sociales reales para la sostenibilidad de las estructuras culturales, medioambientales y económicas de la sociedad donde tienen su principal ámbito de actuación.
Los clientes actuales no cambian de comportamiento en base a la buena imagen de una entidad en materia de RSC (Mohr & Harris) sino en función de que ésta se muestre de forma honesta, transparente, comprometida y decida jugar un papel trascendente en la vida de sus clientes.
Aún así, casi todas siguen hablando de fidelizar al cliente dándole vueltas a los mismos procedimientos desde hace un par de décadas. Las menos han apostado por la innovación disruptiva a la hora de captar ahorro y financiar inversiones, tanto en la forma como en los sistemas de regulación financiera.
Claro que para conseguirlo es necesario que apuesten por la seguridad, la rentabilidad, la profesionalidad, la excelencia, la cercanía y la confianza. Y para ello, además, han de contar con el concurso y el compromiso de sus empleados. Porque, no nos engañemos, las personas compramos (lo que sea) a las personas.
Y lo que nos mueve a las personas (clientes y empleados) son las emociones; y las pasiones. Y en este terreno es donde debemos hablar de fidelidad y de lealtad, en la medida en que nos referimos a la observancia de la fe que uno debe a otro, a la constancia en el cumplimiento mutuo de las obligaciones contraídas, en la prevalencia de la verdad, la sinceridad y la confianza.
Mientras que para los griegos la fidelidad era una cualidad en sí misma (se es fiel), para los hebreos era un acto de convivencia y para los romanos era una convención para regular las relaciones y transacciones públicas o privadas. En cambio, en la actualidad, la fidelidad se ha de garantizar en un contrato, en un acto irónico de  desconfianza latente entre dos partes respecto de mantener a futuro un compromiso mutuo.
En este sentido se ha perdido la libre decisión de una persona de sentirse reconocida por otra, de saber que representa algo para alguien (sea otra persona o, en el caso que nos ocupa, una entidad financiera) y se ha pasado a la subasta interesada de relaciones a precio de mercado.
En el escenario actual, con la culpa de la crisis económica sobrevolando el sector bancario y la creciente inestabilidad laboral de sus empleados, ¿cómo continuar hablando de fidelizar a los clientes?
Seamos francos, hay que buscar otro sustantivo.

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