“Puede durar semanas, meses y a veces hasta años: la
“crisis de mediana edad” que afecta a algunas personas viene con
cuestionamientos, miedos y otros trastornos que nacen de la
incertidumbre para enfrentar la segunda mitad de la vida.
Con 42 años ya en su haber, la economía del comportamiento
–la subdisciplina que cruza economía con psicología– está viviendo su propia
crisis de mediana edad, con algunos síntomas preocupantes, que incluyen ataques
a su basamento teórico, escándalos académicos y la acusación de insumir
demasiada energía y demasiados recursos para obtener resultados exiguos en
un mundo en crisis, con otras prioridades.
Una fecha de nacimiento plausible para este campo podría ser
1979, cuando los psicólogos israelíes Daniel Kahneman y Amos Tversky
publicaron su estudio pionero de Teoría de prospectiva: toma de
decisiones bajo riesgo, en el cual aplicaron los descubrimientos
de la psicología cognitiva que, desde los 60, comenzaron a describir al cerebro
como un dispositivo de procesamiento de información. La racionalidad del “homo
economicus” fue puesta en duda con más de 200 sesgos o errores categorizados,
que cometemos de manera sistemática.
La disciplina tuvo una niñez apacible en los años 80, con
muy pocos académicos dedicados a este tema. El neuroeconomista Colin Camerer,
de Caltech, cuenta en entrevistas que a principios de los 90 bromeaban con sus
colegas, cuando en un recreo de un congreso salían a dar una vuelta al lago,
diciendo que si el barco se hundía la mayor parte del campo teórico emergente
habría desaparecido.
“Desde lo alto de su pedestal, en los últimos tiempos la
economía del comportamiento comenzó a recibir misiles de todo tipo”
La explosión y el estrellato llegaron en dos etapas, en
la adolescencia y en la juventud de la economía del comportamiento, acompañadas
cada una por sendos premios Nobel. En la segunda mitad de los 90 se multiplicó
el despliegue mediático, con mega best sellers, como los de Daniel
Ariely, y mucha atención para un abordaje que permitía hablar en las páginas de
economía de sexo, deporte y vida cotidiana. En 2002 Kahneman recibió el Nobel
(Tversky ya había fallecido). La segunda expansión llegó a partir del
libro Nudge, de Cass Sunstein y Richard Thaler (Nobel en 2017), que
con su “teoría del empujoncito” llevó a la economía del comportamiento a las
políticas públicas. Se multiplicaron las revistas especializadas, centros de
estudio y “unidades Nudge” en todo el mundo: ya hay más de 300 en distintos
niveles de gobierno.
Desde lo alto de este pedestal, en los últimos
tiempos la economía del comportamiento comenzó a recibir misiles de todo tipo. El
último impactó semanas atrás, cuando un grupo de investigadores
descubrió y expuso información fraudulenta en un famosísimo estudio de 2012, casualmente
sobre “honestidad”. Uno de los autores del paper que afirmaba que este tipo de
conducta podía reducirse si antes de enfrentar un dilema a las personas se les
hacía firmar una declaración de honorabilidad fue Ariely, uno de los grandes
divulgadores de esta temática.
Pero el trabajo no pudo ser replicado en seis instancias
posteriores y se descubrieron múltiples trampas estadísticas. La gran paradoja:
se expuso por deshonesto un estudio sobre deshonestidad. Y no es la primera vez
que, como un perro, la economía del comportamiento se muerde su propia cola:
uno de los críticos más acérrimos de la rama conductual, Gerd Gigerenzer, habla
de un “metasesgo”, la idea de ver sesgos y errores sistemáticos hasta en la
sopa.
Siguiendo con las metáforas caninas y la mordedura de su
propia cola, en las escuelas de periodismo suele remarcarse que “no es noticia
que un perro muerda a un hombre, pero sí que un hombre muerda a un perro”. La
dinámica con los hallazgos en economía del comportamiento no escapa a esta
lógica: cuanto más contraintuitivos, más exposición mediática, y, a su
vez, mayor debilidad teórica. Un estudio calculó que las conclusiones
más citadas en medios, publicaciones académicas y redes sociales son las 153
más improbables de replicar.
Una humorada muy conocida en la economía (y en otras
disciplinas) dice que “si uno tortura a los datos lo suficiente, estos
eventualmente confesarán”. Muchos estudios de psicología cognitiva y
de economía del comportamiento están siendo puestos en duda por observaciones forenses
ex post que encuentran “avivadas” estadísticas como el “p-hacking”, por las
cuales se exprime un set de datos hasta que se encuentra un resultado
significativo. Buena parte de esta dinámica se debe a un mercado en el
cual los investigadores están bajo una presión enorme para “descubrir”
algo publicable y entrar así en el 10%-12% de cupos laborales que se
calcula que hay en economía para gente con estudios de doctorado (el dato es
para Estados Unidos, en América Latina y en la Argentina es mucho más bajo
todavía).
“Algunos de los cuestionamientos van al corazón de la
disciplina y a los sesgos más estudiados, como el exceso de la autoconfianza”
Hasta la “biblia” de divulgación en este terreno, el libro Pensar
rápido, pensar despacio, de Kahneman, publicado en 2011, está
sufriendo este escrutinio en su letra chica estadística, con daños serios. En
diciembre del año pasado, el sitio “Índice de replicabilidad” publicó una
“metaperspectiva científica” sobre la obra y concluyó que, de ser publicado
hoy, Pensar rápido… debería excluir al menos dos capítulos
enteros (el 3 y el 4) porque sus conclusiones dejaron de ser creíbles en los
años siguientes. Algunos de los cuestionamientos van al corazón de la
disciplina y a sus sesgos más estudiados, como el exceso de autoconfianza.
El propio Kahneman dijo meses atrás, en un reportaje tras la
publicación de su último libro, Ruido (coescrito con Sunstein
y Olivier Sibony), que tal vez se haya hablado demasiado de los sesgos, que
tienen indudablemente mucho más glamour y atractivo mediático que otros
fenómenos de la economía.
Esta exageración también corre para el lado de las políticas
públicas. Aquí, la crítica creciente es que los resultados de muchas
iniciativas pueden ser buenos, pero marginales en relación a la crisis
que enfrenta el mundo, que no se resuelve con “empujoncitos”. Un
ejemplo: las economistas Crystal Hall y Mindy Hernandez se preguntaron si la
economía del comportamiento podía ayudar a resolver el racismo estructural. La
agenda Nudge propone intervenciones a nivel de elecciones individuales para
reducir el racismo, pero ignora, sostienen Hall y Hernandez, el “elefante en la
pieza” de un problema con raíces mucho más profundas, entre otras cuestiones
potenciado por el hecho de que la economía académica tiene un porcentaje
bajísimo de afroamericanos.
La buena noticia es que parece haber conciencia en el
terreno de la economía del comportamiento sobre estos problemas, y distintos
centros de estudio están proponiendo una agenda futura con más rigor
estadístico, menos eje en lo anecdótico y mayor foco en grandes problemas, para
recuperar vitalidad y enfrentar con ímpetu renovado la segunda mitad de la
vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario