La moda actual de
oficinas abiertas tiene sus críticos, que dicen que alienta el estrés y no
fomenta la colaboración; pros y contras de cada forma de trabajar y dudas sobre
el futuro.
La "huelga de inquilinos" de Buenos Aires comenzó
en agosto de 1907, hace 111 años. Integrantes de más de 100 conventillos
protestaban por los altos precios y las pésimas condiciones de vida en las
casonas que los ricos habían subdividido en los barrios de San Telmo y
Montserrat, luego de la epidemia de fiebre amarilla, y que por entonces estaban
repletas de inmigrantes. "Fue un episodio relativamente poco conocido en
la historia argentina, protagonizado mayoritariamente por mujeres",
recordó dos semanas atrás Felipe Pigna en una columna de radio. La problemática
incluía hacinamiento, malas condiciones de higiene -que facilitaban la
propagación de enfermedades-, falta de privacidad, ruidos molestos, etcétera.
Nada muy distinto a lo que una docena de estudios académicos
de management advierten como dificultades insalvables para una moda corporativa
que sigue en ascenso: la de las "oficinas abiertas". Surgidas a fines
de los 80 en las empresas de tecnología, la modalidad se fue extendiendo porque
supuestamente promueve el trabajo en equipo, la creatividad, elimina silos y
multiplica los encuentros "serendípicos" que en las oficinas con
paredes y puertas son menos frecuentes. Además de ser una opción más barata,
claro.
Pero la realidad que están mostrando nuevos trabajos
académicos es muy distinta. Según un consenso emergente, las oficinas abiertas
aumentan el contagio de enfermedades, el estrés y disminuyen la colaboración
(que supuestamente deberían alentar), entre otros costos. La última
investigación más difundida es la de Ethan Bernstein y Stephen Turban,
profesores de la Escuela de Negocios de Harvard, quienes condujeron un trabajo
de campo con más de 2000 empleados de dos multinacionales que se mudaron desde
una planta tradicional (con oficinas cerradas) a una abierta. Lo interesante,
además de la magnitud de la muestra, fue que se equipó a los participantes con
sensores sociométricos que evaluaron hábitos y síntomas físicos, con mayor
precisión que una encuesta expost.
Además del aumento del estrés y de los días perdidos por
enfermedades, los académicos de Harvard notaron que disminuyeron drásticamente
las interacciones entre empleados y subieron más de un 50% los correos
electrónicos entre ellos. Una hipótesis fue que se reaccionó a la pérdida de
privacidad con estos mecanismos: más mails, menos contacto personal, más
auriculares para aislarse del entorno. Los cubículos que estuvieron de moda
cortaban la luz natural, pero al menos permitían que cada empleado pudiera dar
al espacio un toque personal (fotos familiares, de vacaciones, etcétera). Esto
no sucede en las modalidades más "extremas" de plantas abiertas como
los "hot desks", donde el espacio va cambiando cada día de acuerdo
con el flujo de trabajo, el orden de llegada, etcétera.
En un reciente artículo, David Heinemeier Hansson, uno de
los autores del best seller ReWork, aporta una hipótesis para explicar la
modalidad que en EE.UU. adoptó el 30% de las firmas multinacionales (y que
planean tener un 45% para 2020), vinculadas con las escalas de decisión en una
compañía. Heinemeier remarca que quienes deben concentrarse varias horas y
poner foco en una tarea específica son los empleados de menor jerarquía,
mientras que los managers se la pasan haciendo zapping entre reuniones. A ellos
les interesa mostrar gente sonriente, festejando cumpleaños en plantas
abiertas, para que las vean en sus recorridas CEO, inversores o periodistas. Y
son los que deciden ir a una planta abierta. Los trabajadores de menor
jerarquía, que deben hacer malabares para poder concentrarse, no tuvieron voz
en esa determinación.
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