Aunque sea un
"juego", se trata de un trabajo, donde los participantes pugnan por
permanecer en un esquema que les permite aspirar a mayores recompensas.
La mecánica del programa Gran Hermano lleva varias
temporadas, no solo en Argentina, sino en muchos países del mundo. El esquema
común es bastante simple: se encierra en una casa a un grupo de jóvenes de
ambos sexos, no elegidos al azar sino previamente seleccionados por sus
características físicas y psicológicas.
La diversidad de intereses e historias previas es condición
necesaria, porque deben convivir durante varias semanas para competir y pasar a
ser el ganador, es decir, el último que permanezca en la casa. Porque de esto
se trata el denominado "juego". Establecer alianzas, distribuir
afectos y odios con sutiles mentiras o verdades, que apunten a que otro sea el
despedido.
Los participantes
deben ser necesariamente sumisos, obedientes a un personaje invisible, una
especie de CEO, quien interviene con una voz grave y autoritaria. Quien se
rebela, corre grave peligro de expulsión. Permanentemente vigilados visual
y auditivamente, se aceptan ciertos excesos en tanto gratifique a la audiencia
(seducciones, sexo no explícito, una confesión escandalosa, etcétera), siempre
dentro del marco del rating.
El programa merece la redacción de varios
volúmenes producidos por psicólogos sociales, filósofos, psiquiatras,
antropólogos y especialistas en Recursos Humanos. En definitiva, se trata de
una versión particular de organización, donde no se produce nada concreto,
excepto la exhibición de la competitividad impúdica para evitar la expulsión
individual.
Para decirlo de otro modo, es todo lo contrario de lo que
puede esperarse para la buena marcha de una empresa, una maraña de conflictos
alentados al extremo en cada emisión. El gran atractivo son los expulsados, los
perdedores. Un modelo negativo y, en algún punto, perverso. En las competencias
deportivas serias, el ganador es el que llama toda la atención, pero no es este
el caso de las decisiones que se van acumulando semana a semana. Es el mundo al
revés si se aplicara el mismo modelo en una organización.
Curiosamente, la novela 1984 de George Orwell, sobre la que se inspiró el programa de TV, fue una
distopía que alertaba sobre los peligros de los totalitarismos extremos que
amenazaban con reinar en este mundo, el fascismo y el stalinismo. También
curiosamente, lo han convertido en una atracción masiva, lo que abre grandes
incógnitas. Esto es, por qué esta sofisticada barbarie logra atraer tanto
público.
Hace algunos años había otro programa televisivo conducido
por el actual candidato a presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. El momento culminante,
donde la tensión llegaba a su apogeo, era cuando el señor poderoso, rubio y
atildado anunciaba con dureza a algún participante: "Estás
despedido".
También invita a revisar este fenómeno bajo la óptica de su
validez a pesar de contextos diferentes. Cuando Orwell escribió su novela, a
fines de los años 40, los totalitarismos absolutos estaban a la vuelta de la
esquina, regímenes supuestamente superados, pero claramente seductores aún hoy.
En suma, la televisión enseña, es una gran escuela, siempre
y cuando se pueda discernir entre lo bueno y lo nocivo. Gran Hermano genera incertidumbre, es desconocido, arbitrario y poco
misericordioso. No es un liderazgo que genere adeptos, sino todo lo
contrario en momentos en los que aún suenan las campanas del trabajo en equipo,
la comunicación interactiva y el cuidado "del capital más importante de la
empresa", los recursos humanos.
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