El intercambio de conocimiento, como el comunicarse o el
soñar, forma parte de la condición humana. Inevitablemente las personas se
transfieren conocimiento las unas a las otras al margen de que alguien decida
que se haga o no.
Se trata de un rasgo de supervivencia, ineludible, como el
reflejo de succión en el niño, lo llevamos literalmente en nuestro ADN y,
cuando no es así, suele ser la causa de graves disfunciones capaces de
obstaculizar la posibilidad de desarrollarse de manera autónoma en nuestros entornos,
como podemos comprobar si observamos las consecuencias que tienen para algunas
personas ciertos rasgos de los trastornos que conforman el denominado espectro
autista.
Compartir conocimiento de manera espontánea forma parte de
la esencia del ser humano, tanto es así que contamos con ello de manera más o
menos consciente al considerar el conocimiento que se halla en nuestro entorno
como una extensión, una prótesis de nuestro propio conocimiento. Nadie se ve
impelido a saberlo todo. Como una neurona, cualquier persona se sabe parte de
un entramado de conocimiento al que sirve y del que se sirve de manera natural,
permanente y, a menudo, inconscientemente.
No hace mucho, alguien de mi entorno certificaba mediante un
estudio que más del 90% de los empleados de su organización [una universidad]
habían aprendido a realizar su trabajo en el mismo puesto de trabajo,
haciéndolo y que sus dudas habían sido resueltas sobre la marcha por personas,
compañeras de trabajo, a las que había acudido por cercanía y confianza. El
aprendizaje debido a otros mecanismos de transferencia de conocimiento menos
espontáneos y más de diseño, como la formación académica, la formación
tradicional que se imparte en las organizaciones o el asesoramiento experto
ofrecido por servicios profesionales, se consideraba menos relevante en cuanto
a su impacto y traducción a la vida cotidiana de la persona. Algo que, por otro
lado, siempre hemos sabido aunque no sea formalmente reconocido por permanecer,
como tantas otras cosas, invisibilizado en la normalidad del día a día.
Porque así como, ante algunas personas, a veces es necesario
envolver los obsequios para que estos adquieran la categoría de regalos, es
poco frecuente que el aprendizaje que se recibe de manera diaria por parte de
otras personas compañeras de trabajo, contabilice mental y organizativamente
como formación por no estar “envuelto” como tal. Sucede lo mismo con la
descripción de cualquier puesto de trabajo en la que es poco probable encontrar
la función de transferir conocimiento experto que se lleva a cabo de manera
continuada por parte de cualquier persona y que suma, a lo largo de una vida
profesional, no poco tiempo.
Compartir el conocimiento de manera natural, continuada y,
por qué no, generosa es, en definitiva, lo que nos ha llevado a ser lo que
somos y al lugar que ocupamos como especie y como personas.
Con lo dicho hasta ahora, consciente de los matices y
ampliaciones que faltan, sólo pretendo dirigir la atención a una afirmación muy
sencilla y es que cuando en una organización o en un equipo se habla de
gestionar el conocimiento es conveniente tener en cuenta que no se trata tanto
de crear nada que ya no exista sino que, de lo que en verdad se trata es, en
primer lugar, de no bloquearlo, paralelamente de visibilizarlo y después de
facilitarlo y ampliarlo.
En contra de lo que suele suponerse, tal y como sucede
también cuando se quiere activar la comunicación o impulsar la iniciativa o la
innovación, la verdadera dificultad está justo en lo primero, en no bloquear,
en dejar hacer, ya que paradójicamente, todo el entramado de control en aras a
la eficiencia y a la eficacia que conforman las culturas organizativas está
orientado a limitar y cohibir la naturaleza expansiva que necesitan las
relaciones entre las personas para que éstas adquieran la calidad suficiente
como para que se produzcan conexiones poderosas. Normalmente este tipo de
relación natural suele ser vista como un enemigo potencial de la tan cacareada
productividad.
Comprobarlo es sencillo, de manera más o menos abierta y
expresado de diversas formas, conversar [debería decir: hablar] en el trabajo
sigue siendo mal visto siempre y cuando esta supuesta conversación no esté
absolutamente enfocada a algo útil y claramente relacionado con lo que se
espera que la persona hable en su puesto de trabajo. Y quizás haya quien piense
que esta expectativa se halle en la organización y se exprese a través de sus
equipos directivos, pero no es así, esta concepción de "lo que es trabajo
y de lo que no lo es" la llevamos dentro, desde nuestros aprendizajes más
precoces donde nos inocularon el concepto industrial de que trabajar es hacer y
no es hablar.
El reto de desbloquear, de desactivar ese control, es lo que
dota de complejidad a la gestión del conocimiento, ya que ello supone superar
el sistema de creencias del propio gestor, remontar una cultura organizativa
diseñada para lo contrario y substituir concepciones muy arraigadas en las
personas y anidadas en conceptos tan potentes como son el de “profesionalidad”,
“seriedad” o “productividad”.
Tener en cuenta este –aparentemente- inocuo factor es ya, de
por sí, una clave para encarar la gestión del conocimiento en una organización
estándar, sea ésta del tamaño que sea y del ámbito del que se trate. Pero no es
suficiente.
No hace mucho, comentaba alguien con quien colaboro la
dificultad para ubicar la gestión del conocimiento en la estructura de una
organización. Esta duda suele estar muy determinada por la fragilidad que suele
caracterizar a aquellas unidades organizativas encargadas de la “Gestión del
Conocimiento”. Una labilidad debida, en gran medida, a la desconfianza y falta
de reconocimiento más o menos exteriorizada a la que nos hemos referido con
anterioridad. ¿Quién debiera responsabilizarse de este ámbito? ¿Ha de ser desde
el departamento de RR.HH? ¿Debiera ser el Área de Organización? ¿Cuán arriba ha
de estar ubicada esta función? ¿Dónde adquiere y se le reconoce la importancia
que merece?
Acumular conocimiento como fin no tiene ningún sentido desde
el punto de vista de un grupo humano organizado y, muy probablemente, tampoco
desde el de cualquier persona entendida como sujeto individual. El propósito de
conocer siempre ha de ser expansivo y conducir a la persona, grupo u
organización a ser alguien distinto y mejor de lo que era para consigo mismo y
para con su entorno. El conocimiento conlleva comprensión y ésta, a su vez, es
determinante en cualquier actuación que lleve a cabo posteriormente el
individuo o la organización.
El conocimiento y su gestión sólo adquieren sentido si lo
calibramos desde la perspectiva del valor que aporta. En este sentido podemos
identificar tres perspectivas desde la organización: la de su gobierno [la
estrategia a seguir], la del aprendizaje y desarrollo de las personas y la de
la innovación. En cualquiera de estos tres puntos NO podría sino que DEBIERA
estar adscrita la “gestión” del conocimiento como función. Y esta “función” no
debiera ser entendida como un "rol" sino como el conjunto de valores,
formas de hacer y mecanismos que permiten llevarla a cabo.
Mi tesis es que mientras la Gestión del Conocimiento esté
delegada y singularizada en un área única que adoctrine, capture y reparta
seguirá siendo algo abstracto, difícil de entender y, en consecuencia, muy
lábil. La clave la seguimos teniendo en nuestro cerebro dónde no hay un área
especializada en conocer sino que todas se ocupan de ello en la medida que
pueden transformar el conocimiento en un "activo", a la vez que
desarrollan y mantienen aquellas conexiones que permiten compartirlo,
aprovecharlo y optimizar el esfuerzo que supone tratar con algo tan dinámico y
orgánico.
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