Cuando se cumplen 50 años de la llegada a la Luna, es buen
momento de recordar dónde empezó todo. En uno de los discursos más famosos de
la historia del liderazgo, en la Universidad de Rice, en 1962, el presidente
Kennedy afirmó: “Antes de acabar la década enviaremos a la Luna, a 240.000
millas de distancia, un cohete de 100 metros, en una misión jamás realizada
antes hacia un cuerpo celeste desconocido, y volveremos sanos y salvos. De
entre todas las opciones, hemos decidido ir a la Luna. No porque sea fácil,
sino precisamente porque será duro. Porque ese proyecto servirá para movilizar
lo mejor de nuestras energías y capacidades”. Discursos épicos. Tiempos de
grandes liderazgos. Como ocurre siempre, la fuerza de un líder propulsó una de
las grandes epopeyas humanas, uno de los mayores proyectos de innovación jamás
realizados. La propuesta estratégica de Kennedy, impregnada de liderazgo
transformador, movilizó la ilusión y el esfuerzo de una nación hasta conseguir
el objetivo.
Y es que la innovación y el liderazgo son dos caras de la
misma moneda: nadie puede pretender liderar una estructura estática. No se
puede liderar la rutina. No se lidera lo que no se mueve o no se transforma. Y
ninguna organización se mueve ni se transforma sin la inspiración y la visión
estratégica de un líder. No hay innovación sin la energía emocional del
liderazgo. Ya lo sabían los clásicos: “emocionar” y “motivar” tienen la misma
raíz latina que “movimiento” (motus en latín). Te emocionas o te motivas cuando
te mueves, cuando cambias, cuando te enfrentas a nuevos contextos y aprendes. Y
entonces también creces.
Es imposible motivarse en un charco de rutina. Lo sabe
también Tal Ben Shahar, profesor de Harvard, experto en psicología positiva,
que ha estudiado científicamente los fundamentos de la felicidad y llega a la
conclusión de que se puede ser más feliz, pero no se puede ser feliz de forma
absoluta. Pasando revista a personas que han logrado importantes éxitos
profesionales, académicos, deportivos o personales, Shahar concluye que la
verdadera felicidad se halla en el camino, en el reto, en la ilusión por
conseguirlo. Cuando un montañero sube a una cima, su felicidad es máxima cuando
llega. Pero es efímera: pronto piensa en la siguiente montaña. Y vuelve a ser
feliz cuando se ilusiona y se prepara para el próximo proyecto. Quizá por todo
ello la innovación es tan atractiva: también es un gran vehículo de desarrollo
del liderazgo y un excelente mecanismo de crecimiento personal. Quien no tiene
proyectos está emocional o intelectualmente muerto.
No todos los directivos tienen dotes de liderazgo. No es lo
mismo un líder innovador que un ejecutivo eficiente. Ambos son necesarios, pero
son diferentes. Un líder innovador debe conceptualizar nuevos proyectos, comunicarlos
de forma apasionada y convencer a su equipo para abordarlos. Debe crear
confianza e ilusionar.
Las situaciones de cambio generan estrés, que para el
filósofo José Antonio Marina es “miedo sin peligro”. Nos estresamos ante el
cambio porque tenemos miedo a lo desconocido, al fallo, a quedar en evidencia,
a no estar a la altura. No hay peligro de que se nos coma un león de las
cavernas, como en el paleolítico, pero hoy las organizaciones están impregnadas
de miedo y de estrés. Por eso evitamos el cambio, y por eso necesitamos líderes
que inspiren la confianza y la ilusión necesarias para vencer ese estrés e
innovar sin miedo al fracaso.
El líder innovador establece retos, no sólo objetivos. Retos
que apelan a la autosuperación personal, a la trascendencia más allá del
proyecto. El reto se mide contra uno mismo, no sólo contra la organización. En
el mismo discurso en la Universidad de Rice, Kennedy comentó cómo el explorador
británico George Mallory (que moriría en el Everest) explicaba por qué quería
subir a esa montaña. “Porque está ahí”, dijo. Una ascensión como esa es más que
un objetivo: es un viaje al encuentro del propio yo, una lucha contra los
propios límites. Salim Ismail, autor de Organizaciones exponenciales, habla de
propósitos transformacionales masivos, visiones audaces y aspiracionales,
capaces de transformar a gran escala (la industria, la comunidad, el planeta).
Vencer el cáncer, ofrecer internet a todo el mundo, formar líderes globales,
eliminar el CO2 de la atmósfera o llegar a la Luna.
Proyectos que dan
sentido y propósito al trabajo, y justifican el riesgo de embarcarse en ellos.
Retos que unen y generan sentido de pertenencia. “Algo por lo que morirías o
por lo que vale la pena vivir”, según Peter Diamandis (Singularity University).
Sin visiones claras e inspiradoras, sin sueños movilizadores, sin actividad
exploradora, las organizaciones se colapsan bajo la gravedad de su propio
núcleo de negocio, se cierran en sí mismas y caen en una lenta y somnolienta
curva de obsolescencia. El talento huirá de ese tipo de organizaciones
oxidadas.
Dinamismo
Innovación y
liderazgo son dos caras de la moneda: nadie puede liderar una estructura
estática; no se puede liderar la rutina.
Kennedy se rodeó de un extraordinario equipo y confió en él.
El líder innovador define el qué y el cuándo, pero deja autonomía con relación
al cómo proceder. Sólo de ese modo, con autonomía y confianza, se construyen
nuevas generaciones de líderes. No dirige por poder (por el poder que le es
conferido por la organización), sino por autoridad (la autoridad que emana de
su carisma y experiencia). Y gestiona por confianza, no por control. Por el
contrario, un directivo autocrático tiende a inmiscuirse en los proyectos de
los colaboradores, interfiriendo en su avance. Un directivo autocrático y
controlador es una fábrica de zombies: a su alrededor sólo quedan aquellos que
obedecen sin contradecirle. Y, según Walter Lippmann, periodista ganador del
Pulitzer, “cuando todos piensan igual, es que realmente nadie está pensando”.
Xavier Ferrás. Profesor
de Dirección de Operaciones, Innovación y Data Sciences de Esade (URL)
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