El cerebro necesita el corazón para pensar, para activar el organismo y
relacionarnos. Solo hay que preocuparse cuando la tristeza, la rabia o la culpa
se instalan permanentemente.
Todos hemos oído alguna vez
comentarios del tipo: “Soy una persona lógica, sé dejar las emociones a un lado
y analizar las situaciones objetivamente”. A Joseph LeDoux, uno de los más
prestigiosos neurocientíficos actuales, le parecería muy gracioso. Esta afirmación
lleva implícito el considerar la razón y la emoción como dos entidades
totalmente separadas que se pueden activar o desactivar a voluntad. Algo muy
lejos de la realidad. Ambas están más separadas en nuestra mente teórica que en
nuestro tangible cerebro. La interacción entre la parte encargada de las
emociones (amígdala) y la zona responsable del pensamiento racional (córtex) es
constante, y las vías que los unen, complejísimas. Además existen más vías de
la amígdala hacia el córtex que a la inversa, así que las emociones lo tienen
muy fácil para influir en nuestros pensamientos. La razón lo tiene más
complicado para manejar al “corazón”. A Antonio Damasio, otro gran
neurocientífico, también le produciría hilaridad. Él ha demostrado que si se
seccionan las vías que van de la amígdala (emociones) al córtex (razón), aunque
la persona mantenga la inteligencia lógica intacta, sus decisiones suelen ser
erróneas. Nuestro cerebro necesita al corazón para pensar.
Estos sentimientos no solo son
imprescindibles para tomar decisiones, planificar, reflexionar, sino que
cumplen una función clave para activar al organismo y para relacionarnos con
los demás. Han ido surgiendo a lo largo de la evolución con ciertas
finalidades. Son una parte esencial de nuestro software. Ser humano
significa sentirlas. Obviedad que a veces olvidamos. Al ver a alguien triste,
rabioso, ansioso, casi como un acto reflejo vamos a calmarlo, como si
quisiéramos desactivar esa emoción. Sin embargo, la alarma solo se nos debería
disparar cuando alguno de esos sentimientos se instala permanentemente dentro.
Entonces sí que debemos dedicarnos a descubrir qué nos está pasando.
Estamos en un Boeing 747, las
sacudidas del avión nos convierten en monigotes golpeados. El piloto anuncia un
aterrizaje forzoso. Todos estamos aterrados. En este caso, nuestro miedo dice
poco de nosotros, es algo casi instintivo y nada singular. Nos encontramos en
una reunión cuatro empleados con el jefe; este realiza un comentario sobre el
equipo. Uno siente rabia, el otro se siente culpable, el tercero experimenta
vergüenza y el cuarto entristece de repente. Aquí sí que nuestra emoción nos
puede dar muchas pistas sobre nosotros. Entre la situación y lo que ha
provocado en nosotros ha pasado algo; a veces puede ser algo consciente, un
pensamiento que ha cruzado nuestro cerebro. Otras veces, las rutas son más
inconscientes, el jefe pronuncia la frase y, como si hubiera apretado un
resorte, sentimos algo. Ese resorte es alguna creencia inconsciente que está
allí sin que nos demos cuenta de ella. Leer nuestras emociones nos ayuda a
descubrir esas creencias.
Vamos a centrarnos en algunas de
las más estudiadas: enfado, miedo, culpa, vergüenza y tristeza. Cada una de
ellas se activa apretando un botón diferente. En nuestro cerebro se encuentran
esos cinco botones. La sensibilidad de cada uno de ellos varía entre las
personas. ¿Qué interruptor tenemos más sensible?
Enfado. Esta emoción se pone en
marcha ante la ofensa entendida como un agravio o ataque hacia nuestra persona
o nuestros allegados. En la época de nuestros ancestros, los que se enfadaban
tenían más probabilidad de sobrevivir que los que no. Somos hijos de los que se
enfadaron, por eso conservamos esa sensación. En nuestros días, esa agresividad
ha perdido, en muchas situaciones, el sentido. Gritar o pegar no suelen ser
buenas estrategias para afrontar lo que vivimos como una ofensa. Las personas
que se enfadan constantemente son las que lo interpretan todo como un ataque.
Tienen la tecla de la ofensa muy sensible y cualquier situación puede activar
esa rabia. En el caso de que sea el enfado lo que más nos caracteriza,
deberíamos preguntarnos por qué lo interpretamos todo como un ataque. ¿Quizá
nos sentimos inseguros de nuestro comportamiento? ¿Quizá nos valoramos poco?
¿Quizá partimos de que a la mayoría de las personas les gusta atacar?…
Miedo. La percepción de peligro es
lo que lo activa. En los días de nuestros abuelos cavernícolas, el miedo se
ponía en marcha ante un animal peligroso, por ejemplo. Esa secreción de
adrenalina desencadenaba una serie de cambios fisiológicos para preparar el
cuerpo para atacar o huir. El corazón latía más rápido para que la sangre
llegara con mayor celeridad a la musculatura, la sudoración aumentaba para
refrigerar, las pupilas se dilataban para captar mejor la fiera que teníamos
delante… Está claro que venimos de los miedosos. Los valientes, los que no
experimentaron estas reacciones, murieron comidos por el depredador. Hoy día,
en muchas circunstancias, estas reacciones pierden el sentido. ¿Para qué sirve
sudar cuando contestamos un examen? Ese miedo ancestral que llevamos en
nuestras células explica por qué algunas veces parece que nos va la vida ante
trajines cotidianos. ¡Los problemas con el jefe, la pareja, los hijos… los
vivimos como si fueran un león a punto de comernos! Cuando alguien experimenta
miedo, con frecuencia es porque lo vive todo como amenazante. Si es ese nuestro
caso, deberíamos identificar el porqué. A veces se debe a que creemos que no
tenemos suficientes recursos o habilidades para afrontar la situación; otras, a
que cargamos todo con una elevada importancia, puede que veamos el mundo como
un lugar extremadamente hostil…
Culpa. La culpa aparece cuando
hemos trasgredido alguna norma, si no hemos actuado como creemos que hubiéramos
tenido que hacerlo. ¿Por qué apareció la culpa cuando todavía vivíamos en las
cuevas? Pues porque sin ella no hubiéramos podido funcionar bien como tribu.
Las “normas” optimizan el rendimiento grupal. Por tanto, un sentimiento
negativo al transgredirlas impedía o disminuía la probabilidad de que ese
comportamiento (que no favorecía al grupo) se volviera a repetir. Ese sentimiento
hoy lo conservamos aumentado. La presión social. La imposición de nuestra tribu
es enorme. Si al mirarnos vemos que es la culpa el sentimiento que más nos
acompaña, es sin duda porque damos una extrema importancia a todas las normas
sociales. Tanta que dejan de ser sociales y pasan a ser personales.
Autoexigencias. La sociedad empieza por domesticarnos, pero acabamos
autodomesticándonos. Detectar que lo que vivimos como normas impuestas son en
el fondo autoexigencias es uno de los pasos más gigantescos que podemos dar
para superar la culpa.
Vergüenza. La vergüenza la sentimos
cuando creemos que hemos fracasado, que no hemos actuado de la forma ideal. La
persona que siente vergüenza es la que carga con una gran mochila de ideales.
Ideales sobre cuál debe ser el peso, la forma de vestir, el coche, el
comportamiento en actos sociales… Si somos de los que experimentamos esta
emoción frecuentemente, convendría analizar esos paradigmas y bajarlos de allá
arriba. El mejor antídoto es la aceptación de la realidad tal cual es. Los
ideales, si son demasiado altos, lo único que provocan es frustración y
vergüenza.
Tristeza. La tristeza se presenta al valorar lo que nos
pasa como una pérdida. Cuando estamos tristes, nuestras energías disminuyen,
paramos, vamos más lentos, nos cobijamos, no queremos relacionarnos, nos
retraemos. El hecho de parar y no actuar sin más ayuda a la reflexión, a
entender, a procesar lo que nos ha pasado. La tristeza, como el resto de las
emociones, fue útil y lo sigue siendo, pero, como siempre, no en todas las
circunstancias y no cuando se vuelve sentimiento permanente. Si la pena es
nuestra compañera constante, debemos preguntarnos por qué valoramos lo que nos
sucede como una pérdida. ¿Es una pérdida o simplemente un cambio natural en el
río de la vida?
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