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martes, septiembre 20, 2022

Una vez que se pierde la credibilidad, se pierde el poder de acción


La macroeconomía le hará pagar sus errores a la micro y eso es algo que muchos verán, por ejemplo y muy concretamente, en las próximas boletas de electricidad y de gas. Enrique Villegas / LA NACION - Archivo

El inigualable profesor Juan Carlos de Pablo me contó una historia que quiero compartir con ustedes, como introducción a la columna de hoy.

“Un reconocido académico de Europa del Este, muy famoso y premiado, escribió su teoría sobre la credibilidad y los hechos posteriores. Contaba él que un día, que nunca entendió ni cómo ni por qué, le fue infiel a su mujer con una compañera de la academia. Arrepentido, se lo contó a su mujer y, según sus palabras, desde ese día empezó su martirio, porque ella, conmocionada por el hecho pero agradecida por su sinceridad, lo perdonó.

Desde ese día, cada vez que llegaba tarde por exceso de trabajo o por problemas de tránsito, su mujer lo recibía con un lapidario: “¿Se puede saber dónde estuviste?”. Hasta llegó al punto de tener que mentir para evitar referirse a un hecho verdadero pero poco creíble –como la pinchadura de un neumático–, y dar una excusa más aceptable.

La enseñanza de este académico a sus alumnos, usando su historia personal, fue que “una vez que se pierde la credibilidad, se pierde el poder de acción”. Y, por más que digas una verdad, siempre será sospechada de no ser tal.

Claramente, parece que esta vez nuestra Argentina quiere empezar a ordenar sus cuentas fiscales. Pero, ¿tiene la credibilidad necesaria para poder sostener esta política que tanto combatió en el tiempo?

Si bien los mercados salieron del estado de pánico, nadie quiere invertir nada más allá de marzo de 2023. La duda es: en un año con elecciones, ¿seguirán con el ajuste o empezarán a repartir favores de nuevo, sacrificando futuro para ganar algo en el presente?

Luego de sostener por muchos años lo contrario como base de un modelo económico, los funcionarios decidieron quitar subsidios, mejorar el tipo de cambio oficial para algunos sectores, arreglar con el FMI las pautas para que al menos ellos financien los desembolsos que tenemos que hacer en estos meses, subir las tasas de interés para incentivar a los inversores a mantener los pesos y a no sacárselos de encima, incentivar el negocio financiero por sobre el productivo ofreciendo rendimientos por encima de la inflación.

Si bien son medidas que ayudan a alejarnos del precipicio, ¿es creíble que un gobierno que hizo propias las banderas del no ajuste, del no endeudamiento, de tasas de interés negativas y del repudio a los organismos multilaterales y a empresas de origen americano predique ahora casi lo contrario?, ¿se puede mantener este tipo de medidas cuando quienes las ejecutan no creen en ellas? ¿Por qué habría que creerles?

El problema es que, aunque el camino elegido sea el correcto, si los pasajeros perciben que los pilotos son cambiantes y dan volantazos, difícilmente disfruten de viajes largos.

En lo personal, creo que las medidas ayudan a estabilizar las cuentas fiscales y a enderezar el barco, pero que, por hacer todo tarde, la recesión es inevitable, puesto que el poder adquisitivo de los ciudadanos va decreciendo y el costo financiero de acumular mercadería sin vender es ya muy oneroso para las empresas. Esto en economía se llama “costo de oportunidad”.

Es como si la macro le hiciese pagar el costo a la micro de sus errores de manejo. Ya lo vamos a notar cuando nos lleguen las tarifas con incrementos, cuando veamos el costo financiero de una tarjeta de crédito o el descuento de un cheque para un industrial o comerciante.

Sumado a esto, la incertidumbre para fijar precios perturba cualquier planificación presupuestaria. ¿El dólar vale 140, 200 o 280 pesos? ¿La inflación será de 80, 90 o 100%?

¿Un exportador no sojero, tiene incentivos para vender divisas a 140 pesos, si a otros sectores le reconocen 200 pesos por dólar? Un importador, ¿a qué precio de reposición calcula su próxima compra en el exterior?

La incertidumbre paraliza y termina siendo el peor enemigo del emprendedor, del trabajador o del consumidor.

El Estado empieza a ajustar, pero el ciudadano es el que paga la cuenta. Voy a usar un ejemplo cotidiano para expresar por qué la recesión castiga al sector de menores ingresos.

Supongamos que una persona a la que llamaremos Juan percibe por sus conferencias un ingreso similar al que le paga a una empleada, a la que llamaremos Inés, por su ayuda semanal en los quehaceres hogareños. Supongamos que los comentarios de los asistentes a las conferencias de Juan empiezan a ser muy críticos por su falta de innovación. Es muy posible que dejen de contratar a Juan y que él pierda una fuente de ingresos.

Juan, seguramente, hablará con Inés y le explicará que las cosas no le están saliendo muy bien, y que, por restricción presupuestaria, por un tiempo va a prescindir de sus servicios.

Pregunta: ¿quién paga la mala gestión? ¿Juan o Inés? Él, seguramente, perderá calidad de vida, pero mantendrá su equilibrio monetario. Pero, para ella, ese trabajo representa el 100% de sus ingresos. Siempre la recesión la termina pagando quien no puede trasladar a precios su mala gestión.

Es fácil ganarse el cariño de la gente repartiendo dinero, sobre todo si es dinero ajeno. Pero se hace difícil no ganarse la antipatía cuando se deja de repartir.

La recesión inevitablemente lleva a replanteos políticos profundos. Yo creo que la sociedad entendió que la inflación y el desorden macro nos quita cualquier posibilidad de desarrollo futuro y que, si el horizonte es claro, es justo y hay evidencia de que el esfuerzo vale la pena, es factible que se pueda convivir con este ajuste. Ahora, nuestros dirigentes, ¿estarán a la altura de la sociedad? ¿Están dispuestos ellos a hacer su ajuste? Para mí, no, y van a hacer lo posible para preservar sus lugares de privilegio. Quedará por ver si la sociedad aprende a castigar la demagogia inconducente.

Parece que nuestra cultura sostiene un falso dogma: comemos, nos vestimos, gozamos, o nos vacunamos gracias a un presidente o a un partido político. Como si fuese una cuestión de fe y no de esfuerzo, de buscar y de construir el futuro que cada uno anhela. Lo bueno es que, para mí, la sociedad se está dando cuenta y quiere cambiar.

La reputación se mide por lo que se hace, no por lo que se dice. El prestigio vale mucho más que cualquier decreto o suma de dinero. Para perdurar y trascender se necesita crédito económico y crédito social; o sea, ganarse la confianza del prójimo, y eso se logra con valores no monetarios. El prestigio no se compra ni se vende, se siente o no se siente. Lo bueno es que, para mí, la sociedad se está dando cuenta y quiere cambiar.

Mantengo mi firme optimismo respecto de que la exposición permanente de los hechos por encima de los relatos y la tecnología como difusora inmediata de los acontecimientos que nos lleva a vivir en un mundo cada vez más transparente y más expuesto, van a producir a un cambio muy positivo.

Si vamos a comer a un restaurante donde la cocina no está a la vista de los comensales, es probable que los cocineros no sean cuidadosos a la hora de distribuir las paneras, o si se cae un tomate o una milanesa al suelo, seguramente terminará en un plato de unos de los clientes. En cambio, si la cocina está a la vista de todos, es muy difícil que los cocineros manipulen mal los productos. Obvio que es más caro, pero creo que los comensales siempre elegirán la transparencia. Amigos, ser transparentes y creíbles, tarde o temprano paga con creces.

En estos últimos años, como sociedad, aprendimos a medir no solo la escasez, sino también el costo de oportunidad de decisiones no tomadas a tiempo. Y aprendimos que lo que está en juego es nuestro tiempo, que es el valor más escaso.

Hay una gran luz de esperanza: si la batalla cultural de lo que significan el mérito, la educación como motor, la ética y honradez como pilares y la transparencia como sistema de intercambios ocupa la agenda diaria, quizás la Argentina sea el lugar para nosotros y nuestros hijos. Si es verdad que los mercados se adelantan a los procesos económicos y sociales, creo que los precios de los activos argentinos ya descuentan el estresante escenario y hace varias semanas empezaron a recuperar valor.

Creo que algunos inversores comenzaron a percibir que son muchos más los ciudadanos argentinos que quieren vivir de la dignidad de su trabajo y esfuerzo, y no de dádivas gubernamentales. El éxodo de nuestros hijos nos está haciendo reaccionar y ver que, así, no vamos a ningún buen puerto, y que es mejor pelearla en nuestro país que ser un sudaca en algún lugar del mundo. ¿Seremos capaces de hacerlo? Si usted cree, como yo, que la respuesta es sí, la Argentina es una oportunidad.

Claudio Zuchovicki

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