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“Déjame que vea cómo reunirnos mañana porque me voy pasado
afuera y me quedó un día Tetris”, explica por whatsapp el creativo Nicolás
Pimentel, aludiendo a una jornada llena de compromisos virtuales en distintos
formatos a encajar como las piezas del famoso video-game creado en la exUnión
Soviética. Pimentel avanza en distintos proyectos con colaboradores independientes,
en lo que él denomina “la aldea @gmail”, porque nadie tiene una dirección de
correo corporativa. Antes de agendar una reunión les pregunta si prefieren
“pasta o pollo” (Zoom o Meet).
La etiqueta de “la aldea @gmail” podrían ser un buen título
para un libro o ensayo sobre uno de los temas de discusión más acalorada en la
actualidad entre los economistas laborales y de temas urbanos: el de si las
modalidades virtuales que crecieron con la pandemia van a permanecer y cuál
será el impacto para las ciudades y nodos de innovación. Se trata de un debate
lleno de trampas, sesgos y espejismos, con infinidad de predicciones de gurúes
que ya se demostraron erróneas. “Hay que tener mucho cuidado con importar esta
polémica directamente de países desarrollados a la realidad de América Latina y
de la Argentina en particular”, dice el economista Eduardo Levy Yeyati, de la
Universidad Di Tella, que investiga la agenda del futuro del trabajo, “y
también ser cauteloso con extrapolar lo que está sucediendo en la economía del
conocimiento, que está en el primer anillo del círculo social de los
economistas, a otros sectores del mercado que son mayoritarios”.
Los estudios más recientes parecen llevar agua para el
molino de “un cambio no tan grande” para las ciudades y los formatos
tradicionales, o al menos no tanto como se plantea a diario en títulos de que
tal o cual empresa migró 100% a la modalidad on line (y aquí hay un sesgo de
saliencia, porque la gran mayoría de las firmas que deciden no cambiar tan
drásticamente no generan tan buenos titulares).
Uno de los académicos y divulgadores que viene siguiendo
esta temática desde hace más tiempo es el economista de Berkeley Enrico
Moretti. En 2012, Moretti publicó su best seller La nueva geografía de los
empleos, uno de los libros favoritos del expresidente de Estados Unidos Barack
Obama. Allí el economista de Berkeley planteó que en términos de innovación se
da una “gran divergencia” entre lugares donde surge una nueva tecnología, que
atraen al mejor talento (y a los servicios que este talento demanda) y lugares
menos favorecidos, que crecen mucho menos.
Moretti volvió a corroborar su hipótesis este año, con una
investigación que hizo a partir del “experimento natural” del derrumbe de la
empresa de fotografía Kodak en 1996, que generó en el cluster de Rochester
–donde estaba la sede de la compañía– una baja dramática de la productividad de
todos los inventores (no sólo los de Kodak).
En economía los denominados “efectos de aglomeración” se
explican por las sinergias cruzadas entre el capital humano y también porque
facilitan las posibilidades de asociación y colaboración que traen el hecho de
vivir cerca. Para Moretti estos efectos siguen siendo muy importantes. Dos
meses atrás halló que si bien la demanda de trabajos remotos full time se
triplicó este año con respecto a 2020, aún el porcentaje en el total es bajo
(pasó del 2% al 6%). En el caso de los formatos híbridos (dos o tres días en la
oficina y el resto desde la casa) “cuentan” para el lado de las ciudades,
porque obligan a los empleados a seguir viviendo cerca de los centros urbanos.
Más allá de lo anecdótico del caso Kodak, otros economistas
están analizando bases de millones de datos y llegando a conclusiones similares
a las de Moretti. En un ensayo de este mes titulado Cómo se difunden las
tecnologías disruptivas, el economista Nicholas Bloom, de Stanford, y otros
colegas analizaron millones de textos de patentes y de pedidos de empleo y las
cruzaron con cientos de miles de conferencias para inversores de las últimas
dos décadas para 29 tecnologías disruptivas, y hallaron que los clusters de
origen siguen siendo el lugar de residencia de los empleados más calificados
hasta cuatro décadas después de que se produce un descubrimiento. Como dicen en
el mercado inmobiliario cuando se pregunta por los tres factores que definen el
valor de una propiedad: “Ubicación, ubicación y ubicación”.
Hay quienes creen que, sin embargo, por más millones de
datos y econometría sofisticada que presenten los estudios citados, siguen
siendo como “mirar por el espejo retrovisor”, y que la dinámica puede cambiar
pospandemia. Entre quienes piensan así está el inversor y tecnólogo Marc
Andreessen, quien recientemente declaró que “estamos siendo testigos de un gran
cambio civilizatorio” porque por primera vez “se está divorciando la ubicación
geográfica de la oportunidad económica”. No es la primera vez que se pronostica
el fin de la vida urbana: ya en los 70 Norman Macrae (que luego fue jefe del
The Economist) predijo el fin de las ciudades a partir de la masificación de
las computadoras personales, y lo mismo pasó en los noventas con Internet.
Preferencias crecientes
Una de las enormes dificultades que tiene acertar con un
pronóstico en el campo laboral es que la tecnología es sólo una de las
variables involucradas: además hay costumbres sociales, regulaciones, valores y
rasgos de época que suelen ser subestimados. A la creativa Julia Kaiser,
directora de contenidos de Hoy.edit, hub del Grupo Havas, recientemente le
costó cubrir posiciones flexibles, con buen sueldo y beneficios “porque es muy
difícil competir con el estilo de vida que eligen las personas que trabajan de
manera independiente”. Para Kaiser, además de la tecnología hay cuestiones de
preferencia creciente por no tener jefes, aversión a la burocracia corporativa
y otras variables que aparecen mucho menos en los papers de economistas.
Tal vez por eso el consenso sobre el futuro del trabajo
cambia 180 grados todos los años. A investigaciones que avizoran el fin del 47%
de las profesiones en el corto plazo (como una de Oxford que se puso muy de
moda hace tres años) le siguen números récord (globales, hay que aclararlo) de
empleo, y así.
La cuestión es tan difusa que hasta los jugadores más
poderosos y con más recursos del mundo la pifian. Un ejemplo contundente: el
faraónico edificio corporativo central de Apple diseñado por el arquitecto
inglés Norman Foster, con forma circular, que se terminó antes de la pandemia,
costó más de 4000 millones de dólares y hoy está subutilizado. Como en la
historieta de Asterix, la aldea (en este caso, @gmail) coexiste con el imperio
(corporativo y formal) con tensiones entre sí, pero por ahora sin un ganador
claro y contundente.
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