Gary Hamel, un convencido de que el capital humano está llamado a ser un factor clave de competitividad, plantea en su libro “The Future of Management” una “jerarquía de las capacidades humanas en el trabajo” (A Hierarchy of Human Capabilities at Work). Según Hamel no todas las capacidades humanas contribuyen de igual manera a la diferenciación de una empresa frente a sus competidores. Por eso, en la parte baja de esa jerarquía representa cualidades como la obediencia, la diligencia, o la competencia profesional -el “expertise”-, que se pueden adquirir con relativa facilidad en el mercado y, por tanto, difícilmente constituirán una ventaja competitiva sostenible para una empresa. Por el contrario, las tres capacidades de la parte alta de la jerarquía -iniciativa, creatividad y pasión- tienen un mayor poder diferenciador, ya que son más difíciles de comprar o de replicar, aunque en contrapartida son más difíciles de gestionar.
El caso es que el perfil del empleado modelo que mayoritariamente tienen en su mente tanto directiva como empleada sigue centrado en esas tres capacidades de la parte baja de la escala, y ahí está el problema.
Hoy en día una compañía difícilmente podrá tener éxito si la principal cualidad de sus personas es la obediencia a sus superiores. Aunque siempre habrá que respetar ciertas normas, las mejores decisiones ya no van a venir de unos jefes que todo lo saben. Todo es muy complejo para que pueda estar regulado hasta el mínimo detalle y, además, en organizaciones cada vez más planas los directivos no tienen tiempo de estar constantemente supervisando y dando instrucciones a cada uno de sus empleados.
La idea de lealtad también habrá que interpretarla desde una nueva perspectiva. Para empezar, porque en este nuevo escenario un buen colaborador ni siquiera tiene por qué tener la condición jurídica de empleado. No podemos pedirles a los "nómadas del conocimiento" que permanezcan en la organización hasta su jubilación, ni que tengan fe ciega en unos dirigentes simplemente porque ocupan una determinada posición en una jerarquía, ni que se abstengan de criticar aquellas decisiones con las que no estén de acuerdo. Hoy la lealtad es más bien una cuestión de confianza y de transparencia y, en último término, de valores.
En cuanto a la diligencia y el esfuerzo no va a ser tanto un tema de cuantas horas “mete” una persona como de que se responsabilice de los resultados de su trabajo -del valor de sus contribuciones-, y de que persevere en la adversidad y la incertidumbre.
Por lo que respecta a la competencia profesional –el “expertise”- ahora el desafío es mantenerse siempre al día en un contexto en que tecnologías y conocimientos se quedan obsoletos en tiempo récord y las empresas demandan talento “just-in-time”. La realidad del mercado es que todo cambia tan rápido que cada vez es más frecuente que sean los colaboradores quienes aporten conocimiento a la organización y no al contrario. El trabajo se convierte así en un aprendizaje continuo, con lo que pasamos del empleado que sabe al empleado que aprende y se preocupa de cultivar sus propios entornos personales de aprendizaje dentro y fuera de la organización.
En consecuencia también se necesitan empleados con iniciativa y autonomía. Que quieran y puedan hacer las cosas sin que nadie se las mande. Empleados inquietos, que no se conformen con el status quo y para quienes "porque siempre se ha hecho así" no es una respuesta aceptable. Individuos curiosos que ponen los medios para enterarse de lo que sucede a su alrededor, interpretar que implican las nuevas tendencias, y encontrar nuevas soluciones.
Y personas con una inteligencia emocional desarrollada: individuos capaces de construir relaciones y manejarse con eficacia en la complejidad de las redes interpersonales a través de las cuales hoy en día sucede una gran proporción del trabajo de valor añadido, la innovación y la adaptación a los cambios.
Aunque más que nada hacen falta empleados comprometidos, apasionados. Es esa pasión y ese nivel de compromiso lo que llevará a los miembros de una organización a colaborar con generosidad, a ir más allá de los límites que puede marcar una descripción de puesto de trabajo o un organigrama, y lo que, en definitiva, va a permitir a una empresa diferenciarse de sus competidores. Sin embargo esta necesidad llega justo en un momento en que, según numerosos estudios, el nivel de “engagement” de los trabajadores asalariados está en mínimos históricos, por muy contentos que estén de tener un trabajo cuando muchos otros no lo tienen.
No obstante, darle la vuelta a esta situación es posible, aunque es una responsabilidad compartida. Es preciso que muchos dirigentes empresariales se liberen del viejo paradigma y se pongan manos a la obra para crear un contexto organizativo donde puedan florecer todas esas cualidades que definen el perfil del nuevo empleado, y que tanta falta hacen. Asimismo se necesitan empleados con una mentalidad diferente: que además de renovar continuamente su “know how” para no quedarse fuera de juego, se preocupen de entender su “know-why”-qué es lo que les mueve a la acción-, ya que será en experiencias coherentes con esos motivadores donde darán lo mejor de sí mismos, serán más felices, y es más probable que logren el éxito. Finalmente, todos quienes ejercemos alguna influencia sobre la forma en que se gestionan las empresas tenemos la responsabilidad de ayudar a sus dirigentes a tomar conciencia de que estamos hablando de competitividad, pero sobre todo que entiendan que el principal rival al que hoy en día se enfrenta cualquier organización es ella misma, en especial sus miedos y las fórmulas de éxito del pasado de las que con tanta frecuencia personas y organizaciones somos prisioneras.
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