Se trata de una pastelería de alta calidad. Hace unas décadas tuvo tanto éxito que decidió replicar la fórmula y formó una pequeña cadena de pastelerías que, actualmente, es ampliamente conocida en nuestro país.
Entre las distintas tiendas abrieron una en un municipio residencial de las afueras de Madrid cuyos vecinos disfrutan de una renta media superior a la media de la Comunidad.
Hace poco unos clientes asiduos de dicho establecimiento me comentaron que habían decidido dejar de ir a la tienda y me explicaron los dos motivos siguientes. El primero, que habían encarecido los precios sustancialmente pero, al tiempo, la calidad había bajado en la misma proporción: una determinada tarta que, en sus buenos tiempos, venía recubierta por casi un dedo de delicioso chocolate ahora se había convertido en una “fina capa”. Las dos capas de relleno del bizcocho se habían quedado en una e incluso el bizcocho en sí tenía otra textura.
Sin embargo, lo que les decidió a dar el paso de dejar de ser cliente fue el trato dispensado las dos-tres últimas veces que acudieron. Se sintieron, literalmente, ignorados, aun cuando no había una excesiva acumulación de clientes. Tardaron una eternidad en servirles mientras veían cómo los dependientes atendían asuntos tan urgentes como pasar y repasar el trapo por la vitrina, revisar la cafetera o acudir raudos y veloces al “interior”. Como decían los frustrados clientes: si pagas la diferencia es para que te atiendan con deferencia, si hay que esperar innecesariamente, no hay que pagar excedentariamente. Sé que no son los únicos clientes que ha perdido la pastelería en este pueblo y me temo que, de seguir así, cerrarán no tardando mucho.
Algún tiempo después me enteré que, por aquellas fechas, el establecimiento había tenido ciertos conflictos de personal. Unas horas no pagadas, un retraso en las nóminas, agrias discusiones con el encargado acerca de los turnos… no supe establecer exactamente los motivos ni los puntos de disputa aunque sí que el encargado había llegado hacía poco tiempo, procedente de otra pastelería de la cadena en la que había sido un dependiente modelo y que, al parecer, tenía un talante autoritario y unos criterios claros y firmes acerca de cómo se dirigía un establecimiento. Por otro lado, según me comentaron lenguas de doble filo, quería “hacer méritos” ante quienes le habían promocionado.
Independientemente de lo cierto o incierto de la situación concreta (vuelvo a repetir que no pude esclarecer con exactitud los puntos y las razones del conflicto de unos y otros) me llevó por deformación profesional a hacer alguna que otra reflexión.
En primer lugar, acerca de la importancia de la calidad de servicio, especialmente en sectores o nichos de mercado en los que la “diferencia de valor” estriba precisamente en ese punto. No solo en la calidad del producto. Lo que había, definitivamente, había hecho que se perdieran clientes fue el trato dispensado.
En segundo lugar, la importancia de las personas para ofrecer dicha calidad. Las personas son las que marcan la diferencia entre la atención al público y la prestación de un buen servicio. Los recursos humanos de las compañías podemos hacer cien mil manuales, sugerencias, recomendaciones y normas a seguir. La diferencia será siempre la que marque la persona con su voluntad.
Por último, la importancia de conseguir que las personas tengan (y mantengan) objetivos compartidos con la organización. No se trata, como consideraba el encargado, de tener claras las normas, los turnos y la “firmeza” de la dirección. Se trata de que los empleados vean la importancia que tiene para ellos mismos la prestación de un servicio de calidad: desde conseguir mantener la empresa, y por tanto el puesto de trabajo, hasta la satisfacción íntima que produce el trabajo bien hecho. Eso sí, para poder percibir dicha satisfacción es imprescindible tener jefes con criterios menos claros y firmes, que no consideren prioritario el “hacer méritos” sino el conseguir satisfacción (de clientes y empleados) y, que, en definitiva, también “hagan suyo” el negocio. El de todos, clientes, empleados y dirección; y no solo el suyo, sacrificar lo que hiciera falta sacrificar con tal de poder mostrar un “resultado” determinado a la dirección.
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