No sé cuantos de vosotros os dedicáis a hablar en público, pero los que lo hacemos jugamos con alguna ventaja. La más importante es que mientras los que escuchan te tienen a ti como único objetivo de visión y atención, tú puedes observar las reacciones de todos ellos al mismo tiempo y actuar en consecuencia. Y esa diferencia trascendental te permite guiar el proceso. Tú sabes en qué consiste el mensaje que les quieres transmitir, tú eres el único responsable de hacerlo comprensible y atractivo. Tienes la visión y por tanto, tú eres el líder, a pesar de que lo que les cuentes les tocará a ellos desarrollarlo.
Hace unos meses inicié uno de mis seminarios sobre liderazgo con una afirmación que consideré poco más que una muletilla de inicio. “Buenas tardes. El liderazgo puede definirse de muchas formas pero siempre parte de la misma premisa: tener una visión”. Y los asistentes corrieron a anotar esa afirmación como una verdad revelada.
Qué hubiera pasado si hubiera comenzado diciendo: “como ustedes saben, el liderazgo…” Pues que seguramente nadie hubiera anotado nada y hubieran hecho un gesto de asentimiento con sus cabezas. ¡Cómo no iban a saber eso!
Los destinatarios de esa sesión desempeñaban altos cargos públicos y sus acciones tenían trascendencia social. Me quedé estupefacto, pues si una afirmación que a mí me parecía tan obvia y que debía serlo mucho más para ellos les causó tanta impresión que corrieron a anotarla, es que algo no andaba bien en su concepción del liderazgo.
Tiempo después asistí a la presentación de un libro sobre gestión. En el posterior turno de preguntas un empresario se quejaba de que, a pesar de dar manga ancha a sus ejecutivos, éstos parecían estar atenazados por una kriptonita paralizante que les impedía tomar decisiones. Ni buenas ni malas.
Ambos ejemplos tienen en común el miedo. El primero de forma latente, el segundo de forma evidente. Unos creían que el simple aunque delicado desempeño de sus cargos ya era suficiente; otros pensaban que su liderazgo se resentiría si se equivocaban. Sin embargo, todos estaban equivocados.
El liderazgo, o mejor dicho, la forma de ejercerlo, cambia en función del escenario pero nunca a costa de renunciar a la premisa esencial que es tener una visión fuerte a dos niveles básicos: el táctico, que consiste en saber a dónde se quiere ir y el del día a día, que consiste en todo lo demás, en qué hacer para lograrlo. Leí una novela en la que uno de los personajes describía los negocios como un montón de pequeñas y puñeteras cosas. No le faltaba razón.
Hoy en día se percibe un gran desconcierto también en esto de liderar, tal vez porque siempre se ha asociado a la capacidad de conseguir el éxito y en estos tiempos, tener éxito es sumamente difícil. Es como cuando un equipo está acostumbrado a ganar partidos y de repente encaja una serie de derrotas y se produce el desconcierto general y la cabeza del entrenador empieza a peligrar. Y ya no digo nada si se trata de una liga en la que parece que pierden todos y no gana nadie.
Una vez nos contrataron para que nos ocupáramos del departamento de atención al cliente de una gran empresa. Ese departamento, atendiendo a la simple descripción de sus tareas, no podía estar orientado al éxito que, en el mejor de los casos, consistía en que los clientes no presentaran demasiadas quejas. Nunca podía lucirse más allá de que el nivel de insatisfacción de los clientes se situara por debajo de un determinado punto que se consideraba aceptable. Hay que imaginarse la situación para comprender a qué me estoy refiriendo.
La empresa había destinado allí a personas que, por diversos motivos, no había sido posible reciclar profesionalmente y había puesto al frente a un gestor de “marrones” que era de los pocos que no sufrían de acidez de estómago porque había entendido la naturaleza de su misión que no se diferenciaba demasiado de las que le habían encargado en otras ocasiones. Por consiguiente, el liderazgo que ejercía no consistía en dorar la píldora a sus colaboradores, sino en hacerles ver la utilidad de su trabajo y en que encontraran satisfacción en ello. No obstante, el ánimo general estaba por los suelos. Y la verdad, cuando les escuchábamos, nos dábamos cuenta de que no les faltaban motivos.
Después de trabajar con el equipo el desarrollo de habilidades para el desempeño específico de sus tareas, la última fase de nuestra colaboración consistió en unas sesiones de coaching grupal con los mandos intermedios basado en el liderazgo. Buscaban respuestas: cómo lograr hacer mejor su trabajo, cómo gestionar su ansiedad, cómo dar satisfacción a los clientes, cómo… Un día, uno de ellos pareció dar con la clave: “No podemos cambiar apenas nada respecto a lo que tenemos que hacer, pero sí podemos cambiar y mucho cómo tenemos que hacerlo y en eso debe consistir nuestra visión”. En esa formulación no había nada nuevo. Habíamos incidido en eso en un montón de ocasiones pero hasta que no se cayó la venda por sí sola no se produjo avance alguno.
¿Qué había sucedido? Pues que se habían dado cuenta de que sólo lo que está en tu mano puede modificarse. Habían perdido el miedo a hacerlo mal y lo habían transformado en confianza, eso era todo. Y lo más importante, por fin sabían qué tenían que hacer: tenían una visión y eso les convertía en líderes, no en simples mandos intermedios y esa visión la podían transformar en experiencias de éxito. La buena noticia escondía una revelación de mayor calado: podían transformar cómo en qué, podían convertir algo transaccional en algo estratégico.
Tomo este ejemplo para exponer porqué el liderazgo tendrá que evolucionar con urgencia y ya con retraso en estas dos direcciones: centrarse en cómo tenemos que hacer aquello que hay que hacer de todas formas (sobre todo cuando nuestra capacidad de influencia es limitada, o sea, casi siempre) y segundo, en cambiar miedo por confianza que es la única forma en que pueda crearse una visión alentadora.
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