Si alguna habilidad es exigida del conductor de equipos más que de cualquier otra persona, es la capacidad de autogenerar las condiciones emocionales adecuadas, dentro de sí mismo, para lograr un óptimo desempeño. Es lo que algunos llaman automotivación y otros, actitud: la capacidad de mantener nuestro mundo anímico en una zona energética positiva que nos facilite la obtención de los objetivos deseados.
En Bioliderazgo en acción hablé sobre nuestra atención consciente, que se encuentra a cargo de la memoria de trabajo, también llamada de corto plazo. Mencioné la grave limitación de su capacidad -un promedio de siete “paquetes” de información en forma simultánea -y describí otras características que suelen causarnos muchas dificultades prácticas, como por ejemplo su vulnerabilidad ante estímulos indeseados -que provoca distracciones, errores y olvidos- o su volatilidad, que causa su degradación pasados diez a veinte segundos de ocurrido el estímulo original.
Sin embargo, en este caso el handicap se vuelve a nuestro favor, porque al enfocar la atención consciente sobre estímulos que nos acercan a nuestras metas, estamos simultáneamente desconectándonos de otros, cuyas consecuencias podrían ser menos favorables. La saturación de esa capacidad racional, mediante la concentración exclusiva en aspectos útiles de la realidad, asegura que ningún otro estímulo interfiera con nuestros propósitos, porque esto es genéticamente inviable.
Por otra parte, esa misma atención consciente está a cargo del manejo del lenguaje—operación racional por excelencia—que ocupa una parte sustancial de su capacidad, hecho que explica por qué los conductores que hablan por celular multiplican por cuatro el riesgo de sufrir un accidente. Mientras las acciones se mantienen dentro de lo habitual, somos capaces de responder eficazmente por medio de nuestra conducta programada, hasta que ocurre algo imprevisto y debemos elaborar planes conscientes de contingencia. De allí al desastre puede haber una décima de segundo.
Y parecen existir sutiles y aun incomprendidos nexos entre las palabras que utilizamos y la disposición que adoptan las zonas más profundas de nuestro cerebro para hacer realidad su significado, aún en contra de nuestra voluntad consciente.
El manejo de las emociones en el ser humano está a cargo de un área muy antigua del cerebro, llamada sistema límbico, que es común a todos los mamíferos actuales. Se trata de un área que se desempeña por debajo del umbral de la conciencia—lo cual nos impide ejercer un control directo sobre ella—y que, a pesar de eso, cumple un rol decisivo en la canalización de nuestras conductas. Sin embargo, esta zona parece muy permeable a los mensajes verbales generados por el cerebro consciente, sobre el cual afortunadamente sí tenemos control.
Por una parte, las palabras monopolizan nuestra escasa racionalidad; por la otra, sus significados educan al subconsciente para atender en forma prioritaria los estímulos que nos permitan alcanzar los objetivos declarados. Parece evidente, entonces, que tenemos la posibilidad de utilizarlas en nuestro beneficio, lo cual apenas insume un poco de precaución en lo que decimos y, mucho más, en lo que pensamos. Son un auxiliar invaluable para practicar la construcción de un mundo afectivo útil para nuestros propósitos.
Sin duda, sería muy difícil modificar el estado de ánimo de alguien que aplica estos mecanismos, en ausencia de su consentimiento y voluntad explícita de permitirlo. Por eso, es tan ingenuo angustiarse ante el lamento de quien nos increpa "Me siento mal por tu culpa" como tomar en serio a los gurúes del management que nos proponen nuevos métodos para "motivar al personal". Si me siento mal, como la sabia gramática lo indica, es porque yo lo provoco, dirigiendo voluntariamente mi atención hacia aquellos estímulos que me resultan ingratos. Sería igualmente posible elegir los placenteros o contemplar aquéllos desde perspectivas que impliquen beneficios en lugar de perjuicios, porque la realidad es multifacética y nuestra capacidad de atención puede abarcar sólo una porción infinitesimal de ella.
Por tanto, los medios que tenemos a nuestro alcance para cambiar el signo de nuestros estados de ánimo son muchos y dependen, en gran medida, de nuestras propias decisiones y de los mensajes lingüísticos que grabamos en nuestro cerebro. Cualquier persona puede comenzar a experimentar en forma inmediata la transformación de su mundo interior, cuando cambia el lenguaje negativo -al cual somos tan afectos- por lenguaje positivo. Se dice que nuestro inconsciente desconoce el significado de un NO, y así parece: cuando expresamos nuestra intención de NO hacer algo, es probable que terminemos haciéndolo -cuestión trascendental si nos abocamos a definir objetivos. Porque la negación es un elemento binario, lógico por excelencia, racional y, como tal, resulta completamente ignorado por nuestro poderoso inconsciente, a quien deberíamos indicar, simplemente, lo que sí queremos lograr.
Vienen al caso las palabras de Charles Swindoll, un respetado pastor norteamericano que afirmaba a mediados del siglo pasado: "Estoy convencido que la vida es un diez por ciento lo que me sucede y un noventa por ciento cómo reacciono ante ello. Me doy cuenta que todo depende de mí, porque estoy a cargo de mi actitud".
Jorge Carrizo
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Experiencias
Rodolfo Salas: Facilitador y potenciador sobre conocimientos de liderazgo, estrategia, marketing y gestión de los negocios.
Fortalezas: Dirigir, inspirar e integrar a otros con una gran energía, Aceptar cambios de forma positiva, Desarrollar relaciones con otros, Ser más visible y Tener un alto grado de compromiso.
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