Justo cuando parecía que la situación no podía empeorar, la sensación es
que lo ha hecho.
Incluso algunos de los miembros ostensiblemente “responsables” de la zona del euro se están enfrentando con aumentos en las tasas de interés que deben pagar para financiarse. Los economistas en ambos lados del Atlántico ya no sólo están discutiendo si el euro va a sobrevivir, sino cómo garantizar que su desaparición cause la menor agitación posible.
Es cada vez más evidente que los dirigentes europeos, a pesar del empeño que ponen en la supervivencia del euro, no cuentan con los conocimientos adecuados para lograr que la moneda única funcione. La idea imperante cuando se estableció el euro era que todo lo que hacía falta era disciplina fiscal: ni el déficit fiscal ni la deuda pública de ninguno de los países miembros debían ser demasiado altos en relación con su PBI.
Pero Irlanda y España tenían superávits presupuestarios y deudas bajas antes de la crisis, que rápidamente se convirtieron en déficits grandes y deudas altas. Así que ahora los líderes europeos dicen que son los déficits de cuenta corriente de los países miembros de la zona del euro los que deben mantenerse a raya.
En ese caso, parece curioso que, a medida que la crisis continúa, el puerto seguro para los inversores internacionales sea Estados Unidos, que ha tenido un enorme déficit en su cuenta corriente durante años. Entonces, ¿cómo distinguirá la Unión Europea entre los déficits de cuenta corriente “buenos”–cuando un gobierno genera un clima de negocios favorable y flujos entrantes de inversión extranjera directa– y los déficits de cuenta corriente “malos”? Evitar los déficits de cuenta corriente malos exigirá una intervención mucho mayor en el sector privado que la postulada por las teorías neoliberales y de mercado único, de moda cuando se creó el euro.
En España, por ejemplo, el dinero fluyó al sector privado desde bancos privados. ¿Debería esa exuberancia irracional obligar al gobierno a restringir caprichosamente la inversión pública? ¿Significa esto que el gobierno debe decidir qué flujos de capital –por ejemplo, los de inversiones inmobiliarias– son malos y por lo tanto deben ser gravados o frenados de alguna otra manera? Para mí esto es razonable, pero esas políticas deberían resultar odiosas para los promotores del libre mercado en la Unión Europea.
La búsqueda de una respuesta clara y simple recuerda las discusiones que han seguido a las crisis financieras en todo el mundo. Luego de cada crisis surge una explicación, que a la crisis siguiente demuestra ser incorrecta, o al menos inadecuada. En la década de 1980, la crisis latinoamericana fue causada por el endeudamiento excesivo; pero eso no pudo explicar la crisis mexicana de 1994, que fue atribuida a insuficiencias en el ahorro.
Luego llegó el Sudeste de Asia, donde las tasas de ahorro eran elevadas, por lo que la nueva explicación fue la “gobernanza”. Pero también esto tenía poco sentido, ya que los países escandinavos –poseedores de la gobernanza más transparente del mundo– habían sufrido una crisis unos pocos años antes.
Existe, curiosamente, una constante en todos estos casos, también presente en la crisis de 2008: los sectores financieros se comportaron inadecuadamente y no lograron evaluar solvencias ni administrar los riesgos como se suponía que debían hacerlo.
Estos problemas ocurrirán con el euro o sin él. Pero el euro ha dificultado más la respuesta de los gobiernos. El problema no es simplemente que el euro eliminó dos herramientas clave para el ajuste –la tasa de interés y el tipo de cambio– sin ningún tipo de reemplazo. Y tampoco que el mandato del Banco Central Europeo es concentrarse en la inflación, mientras que los desafíos actuales son el desempleo, el crecimiento y la estabilidad financiera. Sin una autoridad fiscal común, el mercado único hizo posible la competencia impositiva, una competencia destructiva para atraer inversiones y aumentar el producto, que se podía vender libremente en toda la Unión Europea.
Por otra parte, la libre circulación de la mano de obra significa que las personas pueden elegir pagar las deudas de sus padres o no: los jóvenes irlandeses pueden sencillamente abandonar el país y escapar del repago de las insensatas obligaciones de rescate asumidas por su gobierno. Por supuesto, se supone que la migración es buena, ya que reasigna la mano de obra hacia donde los rendimientos son mayores. Pero este tipo de migración en los hechos atenta contra la productividad.
La migración es, por supuesto, parte del mecanismo de ajuste que logra que los Estados Unidos funcionen como un mercado único con una moneda única. Todavía más importante es el papel del gobierno federal cuando ayuda a los estados que enfrentan, por ejemplo, alto desempleo, asignándoles ingresos fiscales adicionales –la así llamada “unión de transferencias”, tan detestada por muchos alemanes.
Pero los Estados Unidos también están dispuestos a aceptar la despoblación total de los estados incapaces de competir. (Algunos destacan que esto significa que las corporaciones estadounidenses pueden comprar senadores de esos estados a un precio menor). Pero, ¿están los países europeos con productividad atrasada dispuestos a aceptar la despoblación? Alternativamente, ¿están dispuestos a enfrentar el dolor de una devaluación “interna”, un proceso que fracasó con el patrón oro y está fallando con el euro? Incluso si los países del norte de Europa están en lo cierto al sostener que el euro funcionaría si se pudiera imponer una disciplina eficaz sobre los demás (yo creo que están equivocados), se están engañando a sí mismos al representarse el problema como un drama de moralidad. Está bien culpar a sus conciudadanos de países sureños por su despilfarro fiscal, o, en el caso de España e Irlanda, por permitir el reinado del libre mercado ilimitado, sin prever en qué desembocaría. Pero eso no resuelve el problema actual: deudas enormes, como resultado de errores de cálculos privados o públicos, que deben ser gestionadas dentro del marco del euro.
Los actuales recortes del sector público no resuelven el problema de los despilfarros pasados; sencillamente empujan a las economías hacia recesiones más profundas. Los gobernantes europeos lo saben. Saben que es necesario el crecimiento.
Pero, en vez de ocuparse de los problemas actuales y encontrar una fórmula para el crecimiento, prefieren sermonear sobre lo que debería haber hecho algún gobierno anterior. Esto puede ser satisfactorio para quien sermonea, pero no resolverá los problemas europeos... ni salvará al euro.
Incluso algunos de los miembros ostensiblemente “responsables” de la zona del euro se están enfrentando con aumentos en las tasas de interés que deben pagar para financiarse. Los economistas en ambos lados del Atlántico ya no sólo están discutiendo si el euro va a sobrevivir, sino cómo garantizar que su desaparición cause la menor agitación posible.
Es cada vez más evidente que los dirigentes europeos, a pesar del empeño que ponen en la supervivencia del euro, no cuentan con los conocimientos adecuados para lograr que la moneda única funcione. La idea imperante cuando se estableció el euro era que todo lo que hacía falta era disciplina fiscal: ni el déficit fiscal ni la deuda pública de ninguno de los países miembros debían ser demasiado altos en relación con su PBI.
Pero Irlanda y España tenían superávits presupuestarios y deudas bajas antes de la crisis, que rápidamente se convirtieron en déficits grandes y deudas altas. Así que ahora los líderes europeos dicen que son los déficits de cuenta corriente de los países miembros de la zona del euro los que deben mantenerse a raya.
En ese caso, parece curioso que, a medida que la crisis continúa, el puerto seguro para los inversores internacionales sea Estados Unidos, que ha tenido un enorme déficit en su cuenta corriente durante años. Entonces, ¿cómo distinguirá la Unión Europea entre los déficits de cuenta corriente “buenos”–cuando un gobierno genera un clima de negocios favorable y flujos entrantes de inversión extranjera directa– y los déficits de cuenta corriente “malos”? Evitar los déficits de cuenta corriente malos exigirá una intervención mucho mayor en el sector privado que la postulada por las teorías neoliberales y de mercado único, de moda cuando se creó el euro.
En España, por ejemplo, el dinero fluyó al sector privado desde bancos privados. ¿Debería esa exuberancia irracional obligar al gobierno a restringir caprichosamente la inversión pública? ¿Significa esto que el gobierno debe decidir qué flujos de capital –por ejemplo, los de inversiones inmobiliarias– son malos y por lo tanto deben ser gravados o frenados de alguna otra manera? Para mí esto es razonable, pero esas políticas deberían resultar odiosas para los promotores del libre mercado en la Unión Europea.
La búsqueda de una respuesta clara y simple recuerda las discusiones que han seguido a las crisis financieras en todo el mundo. Luego de cada crisis surge una explicación, que a la crisis siguiente demuestra ser incorrecta, o al menos inadecuada. En la década de 1980, la crisis latinoamericana fue causada por el endeudamiento excesivo; pero eso no pudo explicar la crisis mexicana de 1994, que fue atribuida a insuficiencias en el ahorro.
Luego llegó el Sudeste de Asia, donde las tasas de ahorro eran elevadas, por lo que la nueva explicación fue la “gobernanza”. Pero también esto tenía poco sentido, ya que los países escandinavos –poseedores de la gobernanza más transparente del mundo– habían sufrido una crisis unos pocos años antes.
Existe, curiosamente, una constante en todos estos casos, también presente en la crisis de 2008: los sectores financieros se comportaron inadecuadamente y no lograron evaluar solvencias ni administrar los riesgos como se suponía que debían hacerlo.
Estos problemas ocurrirán con el euro o sin él. Pero el euro ha dificultado más la respuesta de los gobiernos. El problema no es simplemente que el euro eliminó dos herramientas clave para el ajuste –la tasa de interés y el tipo de cambio– sin ningún tipo de reemplazo. Y tampoco que el mandato del Banco Central Europeo es concentrarse en la inflación, mientras que los desafíos actuales son el desempleo, el crecimiento y la estabilidad financiera. Sin una autoridad fiscal común, el mercado único hizo posible la competencia impositiva, una competencia destructiva para atraer inversiones y aumentar el producto, que se podía vender libremente en toda la Unión Europea.
Por otra parte, la libre circulación de la mano de obra significa que las personas pueden elegir pagar las deudas de sus padres o no: los jóvenes irlandeses pueden sencillamente abandonar el país y escapar del repago de las insensatas obligaciones de rescate asumidas por su gobierno. Por supuesto, se supone que la migración es buena, ya que reasigna la mano de obra hacia donde los rendimientos son mayores. Pero este tipo de migración en los hechos atenta contra la productividad.
La migración es, por supuesto, parte del mecanismo de ajuste que logra que los Estados Unidos funcionen como un mercado único con una moneda única. Todavía más importante es el papel del gobierno federal cuando ayuda a los estados que enfrentan, por ejemplo, alto desempleo, asignándoles ingresos fiscales adicionales –la así llamada “unión de transferencias”, tan detestada por muchos alemanes.
Pero los Estados Unidos también están dispuestos a aceptar la despoblación total de los estados incapaces de competir. (Algunos destacan que esto significa que las corporaciones estadounidenses pueden comprar senadores de esos estados a un precio menor). Pero, ¿están los países europeos con productividad atrasada dispuestos a aceptar la despoblación? Alternativamente, ¿están dispuestos a enfrentar el dolor de una devaluación “interna”, un proceso que fracasó con el patrón oro y está fallando con el euro? Incluso si los países del norte de Europa están en lo cierto al sostener que el euro funcionaría si se pudiera imponer una disciplina eficaz sobre los demás (yo creo que están equivocados), se están engañando a sí mismos al representarse el problema como un drama de moralidad. Está bien culpar a sus conciudadanos de países sureños por su despilfarro fiscal, o, en el caso de España e Irlanda, por permitir el reinado del libre mercado ilimitado, sin prever en qué desembocaría. Pero eso no resuelve el problema actual: deudas enormes, como resultado de errores de cálculos privados o públicos, que deben ser gestionadas dentro del marco del euro.
Los actuales recortes del sector público no resuelven el problema de los despilfarros pasados; sencillamente empujan a las economías hacia recesiones más profundas. Los gobernantes europeos lo saben. Saben que es necesario el crecimiento.
Pero, en vez de ocuparse de los problemas actuales y encontrar una fórmula para el crecimiento, prefieren sermonear sobre lo que debería haber hecho algún gobierno anterior. Esto puede ser satisfactorio para quien sermonea, pero no resolverá los problemas europeos... ni salvará al euro.
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