Hay pensadores que defienden la teoría de que no vivimos en una “realidad base”, sino que somos parte de una suerte de “juego” que alguien armó; qué argumentos hay para sostener tal cosa y qué dicen los detractores.
Los actores Federico D’Elía, Martín Seefeld, Diego Peretti y
Alejandro Fiore no podrían haber tenido mejor timing para el
anuncio de la vuelta de Los Simuladores en formato de
película, en 2024. Una teoría que solía ser estrafalaria viene ganando
peso de la mano del avance de tecnologías emergentes (como la Web3, la cuántica
aplicada, el mapeo cerebral o la exploración espacial, entre otras) y de
impulsores de alto perfil como Elon Musk: la idea de que no vivimos en
una “realidad base”, sino en una simulación. Que alguien, o alguna
civilización pasada, armaron una suerte de “juego”, del cual somos piezas
infinitesimales. ¿Una locura? Hay gente muy inteligente que cree que,
en realidad, pensar otra cosa es lo ridículo.
Los simuladores (no los de la serie de Damián Szifrón, sino
los promotores de esta teoría) tomaron envión con la “extrañeza” de los últimos
años, que incluyen fenómenos extremos y difíciles de explicar que van desde el
ascenso de Trump a la presidencia de los Estados Unidos al Covid-19. Como
sintetiza el futurólogo Matt Clifford, el advenimiento de una era en la
que las instituciones y los motores de lo que está sucediendo (internet, la
dinámica de startups, etcétera) tienden a “amplificar la varianza de la
realidad”, en detrimento de equilibrios anteriores (estructuras
estatales y corporativas tradicionales) que tendían a acotar esta varianza.
Un impulso moderno a la hipótesis de la simulación surgió
hace poco menos de 20 años, en 2003, cuando el filósofo de Oxford Nick Bostrom
publicó un estudio, luego muy citado, con el título: ¿Estamos viviendo
en una simulación computacional? La cultura pop se encargó de mantener
el tema sobre el tapete, con películas como Matrix, El Piso 13 o EXistenZ,
escrita y dirigida por David Cronenberg.
Figuras de alto perfil, como el divulgador de física y
temática espacial Neil deGrasse Tyson o el empresario Elon Musk, tuitearon
y defendieron en reportajes su simpatía por la hipótesis de que vivimos
en un mundo simulado. Para el creador de Tesla y SpaceX, las
posibilidades de que estemos en una “realidad de base cero” (la original) son
de una en billones. Esta idea figura en el trabajo original de Bostrom. Para
DeGrasse Tyson, las chances son de “un 50% y un 50%”.
El impulso terminó de llegar en el último año, gracias
a dos factores: el Covid en su última fase (y sus infinitos zooms, nieblas
mentales, extrañezas y crisis existenciales), por un lado, y la Web3 y el
metaverso (con la transformación de Facebook en Meta), por el otro.
En enero pasado, el filósofo australiano David Chalmers, una
estrella de la divulgación, con varios best sellers en su
haber y charlas TED muy exitosas, publicó Reality+: Virtual Worlds and the
Problems of Philosophy. Allí defiende la idea de que vivimos en una simulación.
O, más precisamente, de que estadísticamente no podemos saber que no
vivamos en una simulación.
Con su nuevo libro de 500 páginas, Chalmers se convirtió en
un filósofo muy citado en los ambientes de la descentralización o “consenso
distribuido” (Web3) y de los emprendimientos ligados al metaverso. El
autor de Reality+ está seguro de que estamos solo a pocas décadas de tener un
entorno virtual indistinguible del real: basta con extrapolar la
velocidad de avance desde el “Pong” (el primer juego desarrollado por Atari
hace 50 años) a los muy sofisticados videogames actuales para entender que es
algo posible. Sumemos computación cuántica y hardware que
interactúe de manera fluida con el cerebro al combo, y las posibilidades pueden
ser infinitas.
Claro que no todos están de acuerdo con la teoría de que
vivimos en un supercomputador programado hace miles o millones de años. Para
empezar, los científicos (o más precisamente, los físicos y astrofísicos) son
los más escépticos. “Es una idea que no tiene sentido, ¿por qué
estaríamos viviendo en una simulación?”, dijo, en un reportaje
reciente, el filósofo y físico italiano Carlo Rovelli (para muchos, el “nuevo
Stephen Hawking”), gran divulgador de los temas de cuántica con libros como El
orden del tiempo (Anagrama). Varios colegas suyos muy prestigiosos también se
pronunciaron en contra: fueron los casos de Lisa Randall, de Harvard; David
Deutsch, de Oxford, y Sabine Hossenfelder, del Instituto de Estudios Avanzados
de Fráncfort.
Buena parte de la discusión entre astrofísicos sobre las
chances de una “gran simulación” tiene que ver con el poco sentido que poseen,
a la luz de las observaciones y de lo que se sabe sobre mecánica cuántica, las
explicaciones sobre el origen del universo. Como dice el astrofísico de Harvard
Avi Loeb, para justificar por qué pensaba que un extraño objeto alargado
descubierto en el cosmos en 2017 (conocido como “Oumuamua”) era un ovni: “Cuando
se excluyó lo imposible, lo que queda, aunque sea improbable, debe ser la
verdad”. La frase es del detective de ficción Sherlock Holmes, y vale
para la teoría de la simulación y la rareza creciente que nos rodea.
Novelas y simulación
Y hablando de novelas: es allí donde hay que buscar a los
precursores de las hipótesis de simulación, mucho más que en la filosofía o en
la astrofísica. “La literatura fantástica siempre estuvo, por distintos
motivos, muy ligada a la matemática, y hay infinidad de abordajes sobre la simulación, de
Borges a La invención de Morel, de Bioy Casares, en el cual
hay una máquina que replica individuos y no se sabe cuáles son los originales.
Morel la hizo para vivir para siempre junto a su amada, y el libro es de 1940,
mucho antes de que este tema se volviera a poner de moda”, me contó mi hermana
Carmen Campanario, doctora en Letras, dos meses atrás, cuando me regaló La
anomalía, del matemático francés Hervé Le Tellier, ya comentada en
esta sección y que trata también sobre la idea de un mundo simulado.
Al contrario de lo que uno podría suponer a priori, quienes
defienden esta idea no son nihilistas descreídos de todo: que seamos
representaciones simuladas no vuelve la realidad menos real ni nuestras
acciones desprovistas de propósito. Chalmers cuenta que se consideró a
sí mismo un ateo desde que tiene memoria, “pero la hipótesis de la simulación
me hizo considerar la existencia de algún dios de manera más seria que nunca
antes”. Así como Dios creó la luz y la oscuridad, el “Gran Simulador” pudo haber
hecho lo mismo con ceros y unos.
En La anomalía, Le Tellier juega con la tensión
de distopía y utopía que se deriva de la hipótesis de la simulación con mucho
humor. En el extremo del pesimismo subyace la idea más terrible de
todas: que un día el simulador se aburra y apriete el botón de “apagado”. Tal
vez por eso Victor Miesel, uno de los mejores personajes del libro del
matemático francés, sostenga: “El pesimista de verdad sabe que ya es demasiado
tarde para serlo”.
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