La Argentina debería estar planificando cómo adaptarse y sacar ventajas del actual contexto, pero se encuentra en medio de una inercia enfermiza de peleas absurdas, debates inconducentes y egoísmos desatados.
Acaba de concluir una nueva edición de la icónica cumbre del establishment mundial en Davos Suiza, organizada por el Foro Económico Mundial. En el último medio siglo, a medida que el mundo aceleraba su proceso de integración comercial y financiera, desde esa paradisíaca villa alpina se plantearon algunos de los principales temas de debate en el marco de un entorno económico, político y social que fue haciéndose cada vez más complejo y desafiante. En este lapso, protagonizaron sus paneles líderes de los sectores públicos y privados, funcionarios de organismos internacionales, nuevos emergentes de una sociedad civil cada vez más vibrante y participativa, intelectuales y hasta artistas populares. Como ocurre en esta clase de eventos, mucho de lo más importante ocurre en los pasillos, cuando los participantes socializan e interactúan de manera informal. En esta ocasión irrumpió un concepto que sintetiza los límites, las contradicciones, las promesas incumplidas y los fracasos de ideas, proyectos, narrativas y supuestos que durante tanto tiempo predominaron en este singular contexto: la desglobalización.
Prevalece entre los principales líderes de nuestra época
una clara resignación respecto del futuro y la sostenibilidad del
proceso de globalización, que venía mostrando resultados impactantes en
términos de reducción de la pobreza, generación de oportunidades de desarrollo
y realización para miles de millones de personas que, gracias al capitalismo,
experimentaron un proceso de movilidad social ascendente. Esta mezcla de
realismo y decepción reconoce una multiplicad de causas. Por un lado, el efecto
de la invasión rusa a Ucrania y la consiguiente ola de sanciones económicas que
obstaculizan el intercambio de bienes y servicios a escala planetaria y
profundizan los problemas en las cadenas de abastecimiento que ya preocupaban
como consecuencia de la pandemia de Covid-19. Por el otro, el espanto que
producen las especulaciones sobre una tercera guerra mundial, incluido el uso
de armas nucleares. También sobresale el surgimiento de liderazgos no
democráticos en todos los continentes, incluso en países con economías
desarrolladas y sólida cultura cívica, a menudo entremezclado con cuestiones
identitarias, reacciones chauvinistas y resurgimiento de actitudes racistas.
Finalmente, destaca la escasa capacidad del sistema de organizaciones
internacionales para generar líneas de acciones coordinadas y efectivas entre
las principales potencias y dar cuenta así de los principales desafíos de la
agenda internacional.
Este “nuevo” concepto de desglobalización no supone que
experimentaremos una reversión generalizada como ocurrió en el pasado,
por ejemplo, con la caída del Imperio Romano. Podrán existir rectificaciones
parciales o decisiones innovadoras derivadas de nuevas realidades, desafíos y
prioridades, tal como se ve en la flamante lógica de relocalización de
empresas, que prioriza la relativa cercanía y la seguridad, sobre todo en
relación con el riesgo de disrupción por asuntos geopolíticos. Seguramente se
abandonará esa ingenuidad mezclada con voluntarismo, ideología y
superficialidad que llevó a pensar que la democracia, el mercado y el libre
comercio se convertirían en modelos universalmente aceptados. En algunos
aspectos, veremos un amesetamiento que podría durar bastante tiempo. En otros,
nuevas formas de cooperación público-privada y entre Estados en áreas
estratégicas, como energía, tecnología, seguridad y, en especial, defensa. El
viejo consenso sobre las bondades de la globalización y su adopción o rechazo
como modelo hegemónico dará paso a una era con verdades más relativas,
conceptos menos totalizantes y geometrías más complejas y ambiguas en términos
de relacionamientos y vínculos bi y multilaterales.
Sería injusto ignorar que bastante antes de esta inquietante
coyuntura sobraban síntomas de que las cosas no andaban del todo bien.
A partir de los ataques del 11 de septiembre de 2001, la cuestión de la
seguridad, en particular la lucha contra el terrorismo, se había convertido en
la prioridad para Estados Unidos. Afganistán y la guerra en Irak iniciaron
fuertes controversias entre las principales potencias, con consecuencias en
términos de descoordinación y competencias por influir en zonas conflictivas,
en particular Medio Oriente. Poco después, la crisis de las hipotecas subprime
de 2008 puso al sistema financiero al borde del colapso y obligó tanto a los
gobiernos como a los principales bancos centrales a realizar esfuerzos
extraordinarios para evitar una debacle similar o peor que la de 1929-30. Esto
explica la política de bajísimas tasas de interés que tuvimos desde entonces,
que cambió la lógica del mundo de las inversiones y contribuyó a impulsar la
revolución digital, con foco en la robótica y la inteligencia artificial. Se
aceleraron los cambios disruptivos en nuestra vida cotidiana en cuanto a las
formas de relacionamiento y comunicación, pero sobre todo en el mercado de
trabajo. Se profundizó así el aumento de la inequidad y la crisis de la vieja
clase media inserta en el sector industrial tradicional. Se ensanchó la base
demográfica refractaria a la modernización y celosa de los cambios que la
globalización traía aparejados, incluidas las migraciones y la diversidad
religiosa, étnica y cultural, en amplias regiones de países desarrollados, como
en el “cinturón oxidado” del Medio Oeste de EE.UU., donde anidó y en gran
medida se sostiene el “fenómeno Trump”. El cambio climático constituye tal vez
la evidencia más incontrastable del disfuncionamiento del sistema
internacional: un fenómeno que requería sentido común, acciones conjuntas y
mecanismos de compensación para favorecer a los países menos desarrollados
terminó empantanado en medio del negacionismo, la hipocresía, el egoísmo y la
procrastinación.
Incluso si estas alarmas hubiesen sido
tomadas en serio, la invasión de Rusia a Ucrania hubiese implicado una
disrupción extraordinaria y un cambio súbito en las prioridades estratégicas de
las principales potencias. Y no solo por las nuevas amenazas que semejante
agresión plantea, en particular para países que arrastraban fuertes
restricciones fiscales por cuestiones demográficas, que se agudizaron por la
pandemia. De combinarse tres fenómenos muy dramáticos, se corre el riesgo de
que se ahonden los desequilibrios existentes. En primer lugar, una crisis de
abastecimiento de alimentos, con fuertes aumentos en el trigo y muy probables
hambrunas en varios países de África. En segundo lugar, una crisis energética,
con el gas y el petróleo, hasta hace poco vistos casi como reliquias del viejo
capitalismo, convertidos en las estrellas de la nueva época y con derivaciones
geopolíticas, como puede verse en la nueva política de EE.UU. respecto de
Venezuela, y relaja los laxos estándares en materia ambiental. Por último, la
tardía respuesta de los bancos centrales frente al fenómeno inflacionario
implica un fuerte incremento en el costo de financiamiento para países,
empresas y familias: entramos en un ciclo de crisis de deuda soberana, mayores
costos para producir e innovar y menos dinero para consumir.
En este contexto, la Argentina debería estar planificando
cómo adaptarse y sacar ventajas: ya reestructuró su deuda y no sufrirá
problemas de estrangulamiento pues nunca logró volver a los mercados
voluntarios de crédito; ya exporta alimentos y podría duplicar en poco tiempo
los actuales volúmenes con solo generar previsibilidad y confianza; y posee un
extraordinario potencial en hidrocarburos y en energías renovables. Una nueva
oportunidad perdida en medio de una inercia enfermiza de peleas absurdas,
debates inconducentes y egoísmos desatados.
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