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Para muchos tecnólogos, el año 2007 es una suerte de
fetiche. Varios de los nombres icónicos de la revolución digital de la
última década (iPhone, Android, Kindle, Facebook, Twitter, Airbnb, el Watson de
IBM) tuvieron o bien su lanzamiento o su momento de inicio de explosión en ese
año. Según el escritor y columnista del New York Times Thomas Friedman, allí
comenzó la verdadera modernidad digital. Según esta versión, 2007 fue un año
mágico.
La historia de este momento bisagra incluye también el
derrumbe del costo del secuenciamiento del genoma (dando origen a le edad
dorada de la biología computacional) y avances en la construcción de microchips
que permitieron sostener la Ley de Moore. Pero toda esta narrativa tiene un
problema: nada de esta plétora de eventos supuestamente disruptivos
tuvo un impacto en los números de productividad de la economía global. De
hecho, en los últimos 15 años en los Estados Unidos (la cuna de todas las
invenciones antes mencionadas) la economía promedia un muy bajo aumento anual
de la productividad de 0,6%-0,7%, muy lejos del 3% anual promedio sostenido
durante 50 años entre 1920 y 1970.
“La expansión de los celulares y redes sociales en los
últimos 15 años trajo un enorme excedente del consumidor en la vida cotidiana,
pero esto no se vio reflejado en la productividad ni en el PBI ni en la manera
fundamental de hacer negocios”, sostuvo el último mes en una
entrevista el economista Robert Gordon, tal vez el máximo exponente actual de
la tribu de tecno-escépticos. Gordon es un discípulo de Roberto Solow, quien en
1987 dijo su famosa frase de que “hay computadoras por todos lados, menos en
las estadísticas de productividad”.
“En economía de la innovación se habla de la curva J: una
invención disruptiva tarda en impactar masivamente en los mercados”
La frase de Solow tuvo un problema de timing: el
boom de las computadoras personales motivó un aumento de productividad más
adelante, entre 1995 y 2005, cuando la tasa promedió el 2,5% anual.
Pero a diferencia del medio siglo dorado de 1920-1970, esta vez la bonanza duró
sólo diez años.
En economía de la innovación se hace alusión con frecuencia
a la “curva J”: cuando se produce una invención disruptiva, el efecto
tarda años o décadas en impactar masivamente en los mercados. Dos de
los descubrimientos que dieron lugar a la expansión de 1920-1970, la
electricidad y un motor eficiente de combustión interna, surgieron con pocos
meses de diferencia en el año 1879. ¿En qué parte de esta curva “J” estamos
ahora con relación a todos los avances de los últimos años?
Hay quienes creen que el despegue es inminente, o inclusive
que ya comenzó. En un reporte para el MIT, titulado El Boom de productividad
que se viene, Erik Brynjolfsson y Georgios Petropoulos sostuvieron que “la
inteligencia artificial y otras tecnologías digitales fueron sorprendentemente
lentas para mejorar el crecimiento económico. Pero eso está a punto de
cambiar”. Los autores basan en buena medida sus conclusiones en el
dato difundido el 3 de junio pasado sobre el aumento de la productividad
laboral en Estados Unidos en el primer trimestre: un 5,4%. “Creemos que hay
buenos motivos para pensar en un boom de productividad que superará al de los
90”, escribieron.
Los análisis en este tono se multiplicaron. Un informe de
McKinsey describe cómo los cambios observados en los procesos laborales
podrían duplicar la productividad. Y hasta Gordon, el rey de los
tecno-escépticos, que escribió El ascenso y caída del crecimiento americano, se
muestra ahora más optimista. “El cambio hacia el trabajo remoto tuvo que
mejorar la productividad porque estamos logrando el mismo nivel de output sin
edificios de oficinas, ni horas de transporte y todos los bienes y servicios
asociados a ello”, explicó Gordon tras la presentación de un estudio reciente.
Su título: El ascenso, la caída y el nuevo ascenso del crecimiento americano.
La parte plana de la curva J, explica ahora el economista
Eduardo Levy Yeyati, tiene que ver en buena medida con el tiempo que
tardan las empresas en decidir que los costos de adoptar una nueva tecnología
son menores que los beneficios. En este sentido, dice el profesor de
la Di Tella, la pandemia hizo que muchos de esos costos (de digitalización,
teletrabajo, nuevas formas de producción, uso de IA, etcétera) se asumieran de
golpe, en menos tiempo. “En América Latina esta discusión nos pasa muy
lateralmente, porque nuestro altísimo nivel de informalidad vuelve a toda esta
dinámica mucho más lenta y trabada”, agrega.
“El año del Covid aceleró la incorporación de tecnología,
pero desorganizó procesos productivos que son contacto-intensivos”
Además, no está claro tampoco que esta mejora de
productividad se traslade a un aumento del bienestar si la destrucción de
empleos que implica es permanente, explica Lucio Castro, un economista
argentino que trabaja en el IFC y viene siguiendo esta agenda para América
latina. Por un lado, evaluó Castro en un trabajo sobre el impacto de la
pandemia en la productividad laboral de la región, el año del Covid aceleró la
incorporación de tecnología pero por otro desorganizó los procesos productivos
que son contacto-intensivos.
El otro condimento que complica aún más este debate tiene
que ver con las extremas dificultades de medición que hay con la denominada
“nueva economía”, donde más del 80% del valor de las empresas del S&P 500,
según un reporte de Morgan Stanley de hace dos semanas, corresponde a
intangibles que son más complejos para calcular. “Yo no basaría una conclusión
de nuevo boom en la contabilidad de un solo trimestre, con todo el desbarajuste
que hubo con la pandemia”, dice el economista Andrés Borenstein, de EconViews y
podcaster de Economía en 3 minutos. El economista y periodista Pablo Maas, que
sigue la pelea entre tecno-escépticos y tecno-optimistas de cerca, comentó en
un artículo en El Economista que la palabra que más se repite en el informe
esperanzado de McKinsey es “potencialmente”. “Potencialmente todos nos
podemos ganar la lotería”, dice Maas.
Lo que sí es cierto es que los períodos difíciles
como el actual suelen ser muy fértiles para el surgimiento de nuevas ideas y
modelos de negocios. Como decía Platón, “La necesidad es la madre de
la invención”. En su último libro 50 innovaciones que han cambiado al mundo, el
inglés Tim Harford da varios ejemplos ilustrativos al respecto. Una de las
historias más conocidas es la del “volcán y la bicicleta”: en 1815, la erupción
del volcán Tambora en Indonesia produjo cambios climáticos que en Europa se
tradujeron, en 1816, en “el año sin verano”. La hambruna motivó que la población
agotara primero la avena de los caballos y luego se comiera a los caballos
mismos, lo que llevó al alemán Karl Von Drais a inventar en ese entonces a su
“caballo mecánico”: la bicicleta.
La frase de Solow podría actualizarse: hay celulares,
decodificaciones del genoma y qbits por todas partes, menos en las estadísticas
de productividad. Pero tal vez (o “potencialmente”) no por mucho tiempo.
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