El soñado y al fin conseguido Mundial de Fútbol puede terminar convirtiéndose en una pesadilla para Sudáfrica, porque tanta cobertura global amenaza con airear a gran escala los puntos más débiles del país. Este verano, por primera vez, el Mundial de Fútbol se celebra en África. Dicho de otro modo, el evento deportivo más codiciado del mundo, junto con las Olimpiadas, viaja por primera vez al continente negro y, más allá del fuerte simbolismo de la imagen de Nelson Mandela con el trofeo en sus manos, más allá de los impresionantes progresos deportivos del fútbol africano, en el aire flota todavía una incógnita: ¿habrá sido una buena idea llevar al fútbol tan lejos de su cuna?
Para responder esta pregunta lo primero que debemos recordar es que vivimos en una época con hambre de eventos. ¿Por qué? El origen de esta demanda creciente quizás hay que buscarlo en lo que se ha dado en denominar efecto Barcelona.
Es obvio que los grandes eventos son una oportunidad para reducir el déficit del territorio en equipamientos e infraestructuras. Pero sus principales beneficios son más emocionales.
Una ciudad industrial en declive, con una posición débil dentro el sistema de jerarquías territoriales, consigue convertirse en una ciudad de servicios y turismo de primera línea mundial gracias al impacto de un ambicioso proyecto de regeneración urbana, que tuvo como coartada y ventana al mundo la celebración de los Juegos Olímpicos.
¿A través de qué mecanismos se produce esta mágica transformación? Está claro que los grandes eventos son una excelente oportunidad para reducir el déficit del territorio en determinados equipamientos e infraestructuras, que se engloban bajo la palabra mágica y elástica del legado.
La Olimpiadas del 92 pusieron a Barcelona en el mapa global, y los fanfests del Mundial de Fútbol de 2006 cambiaron para siempre nuestra percepción de Alemania como país serio y aburrido.
Pero los principales beneficios parecen tener un origen más sutil, emocional y, por así decirlo, postmoderno. Poner a la ciudad en el mapa global fue el gran activo de las Olimpiadas de Barcelona.
Las fanfests jugaron un papel clave en la Copa Mundial de Fútbol de 2006. Estos eventos gratuitos al aire libre para la transmisión de los partidos generaron un gran ambiente festivo, logrando uno de los éxitos más importantes de toda la organización del torneo y cambiando para siempre nuestra percepción de Alemania como país serio y aburrido. De hecho, el Comité Organizador de la Copa Mundial de Fútbol de 2010 ha anunciado que repetirá la experiencia.
Los territorios tenemos una enorme tendencia a mimetizar estrategias competitivas, con la idea de que, si le funcionó al vecino, en nuestro caso también ha de funcionar. Pero no siempre es así.
La agenda detrás de las Olimpiadas de Tokio 64, Seúl 88 o Beijing 08 ha sido mostrar al mundo una nueva imagen de sus respectivos países. Lo mismo puede decirse, con un tono más siniestro, del Mundial de Argentina 78. Reforzar exponencialmente la presencia en medios de un territorio desde la fortísima cobertura que supone un megaevento y proyectar una imagen moderna, reinventada y actualizada genera el ansiado efecto pulsar: situar al país en una nueva senda de crecimiento más acelerada y más tercerizada, con los consiguientes efectos positivos sobre la atracción de talento, inversión y visitantes.
Sin embargo, este efecto no siempre se consigue. Los territorios tenemos una enorme tendencia a mimetizar estrategias competitivas, con la idea de que, si le funcionó al vecino, en nuestro caso también ha de funcionar. Pero no tiene por qué.
Las Olimpiadas de Atenas estuvieron a punto de provocar la bancarrota del país y nuestras ciudades están llenas de proyectos estrellas que se convirtieron en elefantes blancos: en proyectos fallidos que no consiguieron el efecto pulsar, y que simplemente supusieron desviar recursos a un fin prometedor pero baldío.
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