Recientemente he escuchado/leído, en un corto espacio de tiempo, tres manifestaciones sobre la cultura del esfuerzo en palabras de personas procedentes de distintos ámbitos profesionales e, intuyo, diferentes filiaciones políticas. Una de ellas lo hizo desde su perspectiva docente e implicada en la transmisión de ideas y conocimiento, la segunda desde la gerencia de una gran entidad andaluza y la tercera como líder político con responsabilidad de gobierno. No cabe aquí apuntar nombres que nada ayudan al discurso de este artículo, por lo que sabrá el lector disculpar que me limite a exponer el argumento y no a identificar a los actores pues podrían ser cualquiera de los que tengan en mente o conozca de su entorno profesional o personal.
El esfuerzo implica la capacidad para superar cualquier dificultad que se nos anteponga a la consecución de un objetivo, sea éste físico, intelectual o emocional. Lo que, en general, se obtiene con esfuerzo, por leve que sea, tiene una especial relevancia en la medida que lo valoramos en mayor grado que si no le dedicásemos energía alguna. Al mismo tiempo, la realización de cualquier tarea que requiera de nuestro brío, concentración o constancia conlleva también entrenamiento, aprendizaje, crecimiento, aprehensión, conocimiento interior, carácter y capacidad de relación o de empatía con los demás. Por ello, tanto el esfuerzo individual como el colectivo son promovidos (deberían serlo) desde que somos pequeños y nos enfrentamos al largo proceso de educación, por parte de padres y educadores, hasta que desarrollamos una labor profesional y aceptamos el dictamen, defendido por las tres religiones principales y por todos los sistemas económicos (desde San Agustín al comunismo), de “te ganarás el sustento con el sudor de tu frente.”
Por otra parte, de acuerdo con la teoría de Maslow, y la revisión planteada por D.Hillson, las personas se sienten motivadas para realizar un esfuerzo en la medida que satisfagan sus necesidades y que la evaluación del riesgo que conlleva alcanzar un objetivo sea positiva o negativa. Así, la tendencia natural es atender las necesidades de déficit (las primarias de alimentación, procreación, seguridad) antes que las de crecimiento (autoestima, reconocimiento, autorrealización); por ello, en términos de análisis del entorno, solemos priorizar las amenazas antes que afrontar las oportunidades. Para invertir este comportamiento natural, es necesario realizar un esfuerzo adicional.
En el plano educativo, es curiosa la actual insistencia de promulgar la cultura del esfuerzo en lugar del otorgar valor al esfuerzo que ayuda a obtener y consolidar una cultura mediante el desarrollo y el ejercicio del talento y el ingenio para garantizar el crecimiento individual y colectivo. Ciertamente hay que favorecer el estudio en los jóvenes (no olvidemos que este sustantivo proviene de “studeo”: esforzarse, afanarse) y éste ha de ser facilitado universalmente por el estado, garantizando que todos los ciudadanos tengan acceso a una formación completa que les prepare para el futuro bajo criterios en los que el trabajo diario tenga sentido, sea motivador, justamente recompensado y conlleve la implicación y participación vocacional del profesorado, practicando una enseñanza alejada de modelos homogeneizadores. No obstante, el esfuerzo ha de ser recíproco entre alumnos, maestros (que ejercen su magisterio) y centros educativos, no sólo ha de caer de la parte de los primeros, con la corresponsabilidad de sus padres a través de sus distintas etapas formativas.
En el mundo empresarial, la cultura del esfuerzo se ha limitado a reflejar contractualmente la relación entre empresa y trabajador, de forma que la remuneración obtenida está alineada con el trabajo entregado. En términos generales, la gestión empresarial se inventó para transformar a la gente en recursos productores, robándoles la creatividad, la imaginación y la pasión para favorecer la obediencia, la jerarquía y la especialización (Gary Hamel). Muy pocas empresas se plantean construir una organización que motive a sus empleados para ofrecer creatividad y pasión todos los días, a esforzarse por el desarrollo individual y cooperativo, a fomentar la innovación desde cualquier nivel y a respaldar las ideas que generan cambios en la estrategia fijada desde los altos niveles directivos. En la actualidad, las personas están preparadas para innovar y generar valor a la empresa pero, para ello, ésta ha de crear las condiciones pertinentes para que ese esfuerzo sea reconocido y preservado sin tener en cuenta credenciales previas (Lowell Bryan).
Sorprende oír a empresarios y políticos hablar de la cultura del esfuerzo cuando ni desde los estamentos educativos, la administración, las empresas públicas o sociales, ni desde las grandes empresas privadas se practica diariamente aquel reconocimiento del valor aportado u obtenido por el esfuerzo de los estudiantes o de los trabajadores. En los primeros se pone en riesgo su porvenir al no obtener una formación completa, multidisciplinar y con visión humanista sea cual sea la especialización final. En los segundos se consigue secuestrar sus capacidades y talento a cambio de la repetición mecánica de tareas que perpetúan esquemas y jerarquías apoyadas desde los primeros niveles para mantener su “status quo”, aun a riesgo de provocar un estancamiento o un crecimiento débil de la actividad empresarial o de la eficiencia de la administración.
Los emprendedores pueden escapar a la dinámica actual porque su esfuerzo radica en el poder de su locura para intentar cambiar el mundo (J. Elkington), empezando por el suyo propio. Estos y los empleados por cuenta ajena que se empeñan en aportar valor a su trabajo cotidiano son auténticos resilientes puesto que tienen que superar permanentemente los contratiempos que el mercado, a los primeros, y sus superiores, a los segundos, les imponen sin caer en la desesperación y en los traumas producidos por la sensación de fracaso. La resiliencia, propiedad de los materiales para volver a su estado original tras un esfuerzo ostensible, se ha aplicado a la psicología para describir la capacidad de las personas por superar determinadas situaciones adversas, consiguiéndolo aquellas que tienen o se les han potenciado las capacidades de introspección, iniciativa, creatividad, independencia, moralidad y empatía. Las que no lo consiguen caen en la depresión o en situaciones traumáticas que les marcan para toda la vida.
Por ello, señores políticos y gerentes de grandes empresas, no nos hablen de cultura del esfuerzo cuando lo que están propiciando (por acción u omisión) es el principio de resiliencia como alternativa al clientelismo o la filiación a un partido. “Vanitas vanitatum et omnia vanitas” o conjunción entre la arrogancia de sus palabras y la ilusión de una fantasía no es lo que demandamos (o deberíamos) como sociedad adulta.
Fuente: Ictnet.es
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