La desconfianza que genera el intervencionismo provoca el verdadero círculo vicioso en el que se encuentra hace tiempo la Argentina.
La economía no se puede
controlar. Pixabay
Cuenta la historia que un paciente recibe una mala noticia
de parte de su dentista:
- Tendré que extraerle la muela.
- ¿Por qué?, pregunta el paciente, haciéndose el ingenuo.
- Porque si no lo hago, en un año le va a doler mucho.
- Ahhh, entonces tengo un año. ¿Sabe qué?, vuelvo cuando me
duela.
Así estamos, esperando que nos duela mucho.
Convengamos que al menos los argentinos somos menos
racionales de lo que creemos: sumábamos los números del boleto del
colectivo para saber si tendríamos un día de suerte; arrojamos monedas a
fuentes para que se cumplan nuestros deseos; somos capaces de pagar el triple
con tal de conseguir paquetes de figuritas rápido; hacemos largas caminatas para
conseguir trabajo; buscamos tréboles de cuatro hojas; nunca pasamos por debajo
de una escalera y hasta elegimos para que gestionen nuestro dinero a dirigentes
implicados en casos de corrupción y sin muchos antecedentes laborales.
Es por eso que no es extraño que las crisis
económicas y sociales nos reflejen tal como somos: predecibles. Somos
capaces de tropezar dos (o más) veces con la misma piedra y raramente lo
reconocemos, porque además somos testarudos. Nos importa más tener razón en un
debate, que buscar el éxito junto al otro.
Sin embargo, hay muchos que creen que la economía es
algo susceptible de ser controlado y que, de hecho, todo lo que nos
pasa está planificado o dirigido por empresarios, medios de comunicación o un
grupo de iluminados asociados al poder de turno.
Esta creencia en las conspiraciones la utilizamos como excusa
para no asumir nuestras culpas por la situación actual, entonces en
lugar de buscar soluciones solo buscamos explicaciones y, como se dice
habitualmente, “si uno asume la responsabilidad de sus errores puede
solucionarlos, pero si uno busca excusas cada vez que falla, nunca lo hará.”
Cuando se regula en exceso, se genera más desconfianza,
provocando una caída en las inversiones. Sin ellas, es imposible generar
crecimiento.
La economía no se puede controlar. Ya lo
intentaron Stalin, Hitler, Mussolini, Fidel Castro y Chávez, y fracasaron a
pesar de tener un poder casi absoluto. Más bien, por el contrario, lo que nos
enseña la historia es que nadie puede hacerlo: ni las personas ni las
instituciones más poderosas.
En la década del 80, casi todos los países del mundo eran
gobernados por dictaduras, ya sea de derecha o de izquierda, pero casi todos
cayeron por falta de resultados, provocando que no solo nuestro presidente
de pronunciadas patillas lograse privatizar las empresas públicas a principios
de los años 90. Ya en 1989 cayó el muro de Berlín y en diciembre de 1991 el
Soviet Supremo de la Unión Soviética reconoció la extinción de la unión y la
disolvió. Hacia finales de ese año, todas las instituciones soviéticas
oficiales habían cesado sus actividades y las repúblicas asumieron el papel del
gobierno central, dando lugar al nacimiento de nuevas democracias capitalistas.
Los ciudadanos se cansaron de las malas gestiones públicas, de
esperar para tener un teléfono, de no tener ni luz ni agua y las comunicaciones
empezaron a demostrar globalmente que había sociedades que funcionaban con una
mejor calidad de vida. Casi todos los países, incluso los de la ex Unión
Soviética, terminaron privatizando sus empresas de comunicaciones.
Ciclo global
Tampoco fuimos nosotros, fue un ciclo global que, a finales
de los años 2000, cansados de una economía pujante, pero muy desigual, fue
reventando burbujas, como la del sudeste asiático, la rusa o la de
Brasil, hasta que nos pasó a nosotros en 2001. Sociedades que gastaban más de
lo que producían.
En ese ciclo la mayoría de los ciudadanos del mundo optó por
un Estado presente que regulase y arbitrase las desigualdades, fue el
crecimiento sin inclusión el que generó esa necesidad de cambio y nosotros
llegamos tardíamente a ese ciclo global. Surgió el dogma del “Estado
presente”.
Pero lo excesivamente regulado trae siempre malos
resultados. Aprendimos que, en el corto plazo, pueden poner precios máximos
en el supermercado, a las tasas de interés o al valor del dólar, pero se elimina la
competencia, dejando solo en pie al que puede soportarlo, al más fuerte. El
supermercado se nutre de proveedores. El banco usa dinero de los ahorristas.
Por eso, al que están castigando y postergando es al productor o al proveedor,
o al ahorrista, o sea, a la clase media. Desalientan a producir o ahorrar más y
sin ellos no hay crédito; sin crédito, solo crece el que ya tiene dinero,
aumentando la desigualdad y, con ello, desaparece la movilidad social.
Es imposible, a mi gusto, generar un clima de inversión
próspero sin tener en cuenta a los protagonistas de la producción, siempre
sometiéndolos a millones de disposiciones burocráticas, mientras los que
apuestan a la informalidad sacan ventaja. Se produce ahora una desigualdad
jurídica. Finalmente no somos todos iguales ante la ley y eso representa un
gran fracaso del desarrollo de las libertades individuales.
La economía no se puede controlar. Ya lo intentaron
Stalin, Hitler, Mussolini, Fidel y Chávez, y fracasaron pese a tener un poder
casi absoluto.
Cuantas más aclaraciones y parches necesita una
regulación, más oscura luce; y cuando se regula en exceso, más
desconfianza se genera, provocando una caída en las inversiones. Sin ellas, es
imposible generar crecimiento, trabajo, consumo y rentabilidad para generar
ahorros.
¿Por qué tiene que ser tan difícil interpretar a qué tipo de
cambio puede acceder un ciudadano para reponer sus insumos o simplemente sus
gustos? Cuando un empresario se ve obligado a leer antes el Boletín Oficial del
día que sus reportes de evolución internos es que estamos en problemas. La
desconfianza que genera el intervencionismo provoca el verdadero círculo
vicioso en el que se encuentra hace tiempo nuestra querida Argentina.
Adaptando una frase de José Ingenieros, déjenme decirles
que el emprendedor o empresario pyme quiere ascender hasta donde sus
propias alas puedan elevarlo, mientras que el vanidoso regulador cree
encontrarse ya en la cumbre del conocimiento como para imponer su saber a los
demás.
El problema en la Argentina es cultural. Parece que por
mucho tiempo alentamos modelos de negocios con más burócratas intervencionistas
que con emprendedores dispuestos a arriesgar tiempo o capital.
El futuro
¿Podrá venir un ciclo algo más virtuoso en nuestro país? Para
mí sí, aunque debo reconocer que uno tiende a confundir lo que quiere que pase
con lo que puede pasar.
Me alienta creer que estamos en un fin de ciclo de
esta forma de ver la economía. Por fin, entendimos que la riqueza no
se obtiene del suelo, sino de quien invierte en él y del valor agregado que
genera la inversión en conocimiento aplicado.
Por suerte, creo que por fin empezamos a cuestionar
eso de un Estado presente cuando no es capaz siquiera de garantizarnos
educación, salud y seguridad acorde a lo que pagamos por él. Por eso creo que
el próximo ciclo volverá a ser uno donde la actividad privada vuelva a ser la
protagonista.
Y éste es mi punto. Lo que estoy escribiendo me parece tan obvio
que parece que, esta vez, si hoy plebiscitaran un plan económico, elegiríamos
uno más acorde con el desarrollo privado, respetando las libertades
individuales y de transparencia a la hora de la toma de decisiones.
La crisis no beneficia a nadie y, cuanto mejor
nos va a todos, más consumimos y, por tanto, más ganan las empresas. Pensar que
quieran quedarse sin consumidores es absurdo ¿Cómo les va a interesar una
crisis financiera que impida que nos endeudemos para gastar?
Creo que es claramente contradictorio asignar a la
economía un comportamiento racional tal como para ser posible que
alguien la maneje a su voluntad. Solo respetando las libertades individuales
vamos a dignificar el ímpetu emprendedor de cada uno de nosotros.
Ante este dolor de muela, ahora sí llegó la hora de ir al
dentista.
1 comentario:
Muy interesante artículo. Gracias por compartirlo.
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Doy clases en la Universidad UNILA.
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