Vivimos una época de
incertidumbre creciente. Un directivo de una empresa muy importante, lo
sintetizaba diciendo: "Antes tenía algunas dudas, ahora no lo sé, cada vez
estoy más confundido".
En el mundo de la gestión hemos
aprendido a resolver el crecimiento del número de las variables con la ayuda de
la capacidad de cálculo de la matemática combinada con la informática. Pero la
presencia de las interacciones significa conocer los comportamientos derivados
de las vinculaciones entre las variables, que dan origen a los fenómenos de
multicausalidad.
Nuestro entrenado pensamiento
lineal se resiste a pensar sistémicamente para entender la complejidad. Por eso
simplificamos y aceptamos la linealidad.
Cuando las variables evolucionan
en el tiempo y sus comportamientos generan ciertos patrones que se repiten, la
complejidad tiende a buscar caminos de predecibilidad. Pero cuando la complejidad se
encuentra con turbulencias, la incertidumbre se hace presente.
¿Cuáles son las
formas de manifestación de las turbulencias?
Variadas, aunque podríamos
describirlas en dos categorías: las discontinuidades (cambios bruscos
políticos, económicos, sociales o tecnológicos) y las sorpresas (sucesos
inesperados, innovaciones disruptivas).
Las primeras tienen una
manifestación de alto impacto, aunque emergen de una gestación subterránea,
poco evidenciada, tal como la primavera árabe.
Las segundas, nadie o pocos
imaginan el impacto que pueden tener en un determinado entorno. Tal lo ocurrido
el 6 de mayo de 2010, cuando un operador de Wall Street hizo caer la Bolsa en
dos horas al vender un billón de acciones de Procter & Gamble, en vez de un
millón, como era la orden original.
La historia del mundo moderno
está llena de incertidumbre. O sea una combinación de complejidad y
turbulencia. Esa es la descripción más adecuada para explicar el fenómeno del
entorno, donde la alta dirección convive. Por eso el directivo mencionado al
inicio pasó de la duda, o sea la escasez o insuficiencia de elementos para
fundar una opinión, a la incertidumbre, que proviene de la falta de
interpretación o de conocimientos frente a un problema determinado.
Elegir, seleccionar, designar
personas para ocupar cargos de alta dirección de instituciones de magnitud e
importancia, desconociendo las condiciones de incertidumbre que caracterizan
las decisiones de esos puestos, es un grave error.
Si compartimos nuestra idea de
que liderar es el componente del rol directivo por el cual se orienta, se
influye y se guía a la gente de una institución, es imposible concebir el
liderazgo efectivo de una alta dirección sin las competencias adecuadas para
asumir la toma de decisiones en condiciones de incertidumbre.
Cada manifestación de
discontinuidad o sorpresa genera impactos en el funcionamiento de los mercados
o en la sociedad, y a ello solemos denominarlo crisis. Los presidentes, los
gerentes generales y los directores frecuentemente enfrentan crisis, y para
ello tienen que desarrollar competencias institucionales donde la tolerancia a
la incertidumbre adquiere un peso preponderante, propio de un mundo de
turbulencias y sorpresas crecientes.
No es difícil advertir los
desafíos que los directivos tienen frente a la indudable complejidad del
entorno. Ni tampoco dejar de imaginarnos, con cierto realismo, que podemos
enfrentarnos a discontinuidades y sorpresas en un horizonte de tiempo cercano.
La pregunta de rigor es: ¿estamos preparados?
Por historia, el directivo
argentino es más flexible y sensible a los aleteos de las mariposas, aquellos
que anticipan las discontinuidades.
Igualmente, en tiempo de
incertidumbre se presentan muchos desafíos y en esos momentos es donde más se
necesita un liderazgo coherente y accesible, como base de la generación de
credibilidad. Los líderes mejor recordados superaron las crisis con el menor
impacto posible hacia su gente.
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