martes, enero 22, 2013

Lo bueno de tener un jefe (post-229)


Estamos en tiempos de oda al emprendimiento y a la autonomía personal.

Suena fatal querer ser funcionario o trabajar por cuenta ajena, y la receta que se nos prescribe como ideal es la de ser dueños plenos de nuestra vida: No tengas jefes, sé tu propio jefe.
¿Qué voy a decir yo de eso? Pues mira, que no está mal viendo el pobre trackrecord que acreditamos como sociedad emprendedora, y que tiene muchas ventajas el hecho de buscarte la vida por tu cuenta, siempre y cuando eso vaya con tu personalidad, y estés preparado/a para soportar todas las cargas que de eso se deriva, y que debes conocer.

En fin, emprendamos, seamos nuestros propios jefes, nos recomiendan “de palique”, porque si me atengo a la realidad, predicando con el ejemplo veo todavía a muy poca gente.
Así que hoy me apetece poner algunas comillas al mantra de la autonomía y la independencia que escucho con fruición, para que entendamos bien los costes reales (y menos visibles) que tiene “liberarse” en los términos que se nos aconseja. O si quieres, dicho al revés, voy a hablar de algún problema que tiene ser tu propio jefe, y cómo esto suele ser a veces una fuente de frustraciones para determinadas personas.

Tener un jefe parece malo, pero puede ser muy ventajoso. Veamos. Un jefe te limita las opciones pero termina ayudándote a simplificar. Gracias a él siempre tienes la excusa de que has tenido que elegir entre las opciones que te puso otro. En cambio, si tienes libertad para elegir, siendo tu propio jefe, entonces la responsabilidad de elegir bien recae solo en ti, y en nadie más que en ti. Eso aumenta las expectativas y también la posibilidad de frustración. Si eliges mal, eres tú quien ha fallado. No hay chivo expiatorio para endosarle la culpa.

Por otra parte, hablemos de ese deporte tan latino que se llama “critica-al-jefe”. Es un vicio, un jueguito que engancha, un liberador de toxinas, una válvula de escape para quitarse de encima cualquier reproche, y eso relaja un montón. Tiras la puerta del despacho, y te vas maldiciendo al jefe de tus desgracias porque, total, no está en tus manos la solución. Y si la empresa anda mal y vas al paro, te estás ahorrando la sensación de fracaso, porque las razones de que eso haya pasado obedecen a las gilipolleses que hizo otro, aunque tú hayas estado acomodado o apático hacia todo lo que venía ocurriendo.

Habría que añadir una ventaja más: si hay un jefe al final de la cadena de producción controlando la calidad para poner el sello de salida, uno puede relajarse. Es lo que ocurre en la mayoría de los casos: no soy el último eslabón entre la empresa y el cliente, así que cualquier fallo que lo corrija el de arriba. Así se vive más tranquilos con toda seguridad.
Todo esto lo he descubierto por dos razones: 1) Pasé hace tiempo de tener jefes a ser “jefe”, 2) Hablo con muchos empresarios que son jefes, y que se quejan (los buenos) del poco interés que tienen sus trabajadores para asumir responsabilidades (por cierto, no es mi caso).

Esa especie de pavor que produce el momento de tomar una decisión difícil, tan frecuente en la vida del emprendedor y cuyo resultado llevará su etiqueta como responsable único, equivale a toneladas de estrés que no se las deseo a nadie. Lo he vivido, y francamente, es jodidísima. Por eso entiendo a la gente que opta por el “que mande otro, no quiero tirar de ningún carro”.

Esa realidad conecta directamente con la voluntad 2.0 que presuponemos a los trabajadores. Es de suponer que si “optan” por perder libertad (o potencial de ingresos) trabajando para otro, tampoco quieren que les endosen el sobrecoste de decidir sobre asuntos muy complejos que afectan a otros porque eso implica zamparse un pedazo de responsabilidad, y con ello, de culpa si las cosas no van bien. Así que la gente elije el camino más corto, y más simple: que el “dueño” que se come el jamón, también se coma el hueso.

En mi caso, que no me considero una persona demasiado acomodada, ni me conformo con cualquier cosa (con la madurez empiezo a ver esto casi como un defecto), he experimentado lo duro que es ser “jefe” y voy aprendiendo las ventajas de ceder responsabilidad y de compartir el premio, o la losa, de los éxitos/fracasos. Pero esto tiene una solución compleja porque no es nada fácil delegar con todas sus consecuencias si los otros no quieren cargarse de problemas. A veces recuerdo con nostalgia aquellos tiempos que trabajaba  para otros. Tenía menos estrés porque no tenía que decidir, y apelaba al legítimo derecho de rajar del jefe cada vez que algo no salía bien. Siempre tenía la excusa de pensar: “bueno, solo he intentado elegir la mejor opción entre las que me puso el jefe”, y me quedaba tan pancho.

Este asunto no es baladí. Está en el meollo del coraje de emprender. No critico a los que tiran balones fuera porque creo que es humano. Es una excusa para simplificar, y evaporar estrés. Si eres de los que la has usado, y te funciona, piénsate bien esto de la autonomía y la libertad que se supone como derecho en el paraíso del emprendimiento.

No es así. Nunca serás de verdad tu propio jefe porque ahora lo serán tus clientes. Pasarás de tener un solo jefe (bueno o capullo) a muchos clientes-jefes (estupendos, buenos, mediocres, capullos, patéticos, etc.) que te exigirán más que a nadie, y con los que tendrás que ser más paciente y tolerante de lo que eras antes porque afecta directamente a tu imagen y tu bolsillo.

Ya lo he dicho muchas veces, ser emprendedor no es un chollo y merece un respeto. Así que antes de lanzarte a la piscina, silencia los cantos de sirena que difunden los evangelizadores profesionales. Conócete primero, calibra tus expectativas, descubre qué tipo de vida te apetece hacer y dónde concentrar tus fuentes de endorfinas… porque créeme, tener jefe (y no serlo tú) puede ser para algunos la opción más saludable.

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