viernes, marzo 17, 2017

El Ego del Directivo


Nadie puede desarrollarse plenamente sin reconocimiento de los demás. Por eso se ha dicho que para existir en plenitud precisamos una explícita o implícita aceptación ajena. Ninguna persona, en fin, puede vivir sin auto afirmarse y/o al margen de los demás. Bien lo detalló Martin Buber en su inolvidable Yo y tú.

Esa imprescindible necesidad de interlocución positiva con otros debe ser encauzada. La inadecuada gestión de la ineludible autoestima suele conducir a una patología grave, por lo demás excesivamente frecuente. Acaece en todos los niveles, pero primordialmente cuando alguien por el motivo que sea ha alcanzado algún tipo de prestigio o autoridad sobre otros.

Es frecuente encontrar individuos que en situaciones previas mostraban comportamientos razonables, que parecen perder el sentido común cuando son investidos en posiciones que implican relevancia sobre otros. La primera causa suele ser la inseguridad. Cuanta más carencia tiene alguien de certeza en lo acertado de las propias decisiones, más probabilidades de que con empaque se pretenda suplir la escasez de actitudes o habilidades para el buen gobierno.

Si es prontamente encauzada, esa propensión no va a mayores. Desafortunadamente, es usual que mandos intermedios desarrollen un pueril engolamiento que comience a marcar distancias con el resto de compañeros. Ese incremento de la indecisión suele ir seguido de envaramiento o vehemencia en el trato. Se produce así un círculo vicioso en el que algunos consideran que poseen todas las verdades sobre lo humano o lo divino únicamente porque alguien, quizá por equivocación o sencillamente porque no había otro menos inepto, le ha seleccionado para llevar el timón de un departamento.

El mentecato sendero que conduce a la protervia es escalado altivamente por quienes piensan que el mundo –o al menos su organización- alcanzó relumbrón únicamente cuando ellos llegaron. Se tiende enseguida a minusvalorar el esfuerzo ajeno y se centra la conversación en los éxitos logrados por quienes he venido a denominar en alguno de mis libros directivos-saltimbanqui.

Un ego híper desplegado, sin controles convenientes, produce en primer lugar distanciamiento, mayormente de quienes no doblan el espinazo rendidamente –siquiera de forma hipócrita- ante el fatuo. Además, tiende a retroalimentarse con quienes sabedores de la debilidad del superior lo manejan a base de desatinadas alabanzas. De ese modo se emprende una acelerada carrera de círculo vicioso en la que quien gobierna cada vez está más convencido de que su modo de hacer –muchas meces estólido- se encuentra en la raíz de los éxitos colectivos. Todo, porque quienes le rodean se burlan implícita o explícitamente de él cantándole alabanzas sin mesura.

Algunos directivos se tornan más bien en críos inmaduros, repletos de caprichos insolentes y siempre urgentes.

La superación de esta ceguera petulante no es sencilla, porque reclama una virtud difícil de asumir. Se denomina humildad. De ella, escribió la mejor literata española, que es la verdad.

Escapar de la jactancia es arduo, porque una vez instalada una persona en el convencimiento personal o colectivo de las inquebrantables raíces de sus decisiones, huir del fanatismo no es evidente. Es tal la ceguera que provoca el cerrilismo que lo de menos es la bandera a la que sirve, y lo que más el hacerlo con porfía inalterable. Se pasa enseguida a culpabilizar a los demás de los malos resultados, de los obstáculos, de las faltas de comunicación… Cualquier cosa antes que asumir que la transformación bien entendida comienza siempre por uno mismo.

Cuando un empresario o directivo con pocos años de presencia en el mercado proclama su deseo de convertirse en el referente mundial de un sector en realidad muestra ausencia de sentido común. Sin raíces puede berrearse, pero nunca construirse algo consistente.

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