viernes, enero 29, 2016

La economía colaborativa

La revolución digital genera nuevas relaciones productivas y transforma la economía… en unos años quizá lo único que necesitemos para ganarnos la vida sea una humilde conexión a Internet.

Decir que la revolución digital está transformando la economía es un cliché. Lo que no sabíamos es que el futuro sería tan promisorio. Los ludditas contemporáneos –grupos conservadores renuentes a la tecnología– pensaron que los paradigmas del nuevo siglo serían más que costosos… que el empleo se esfumaría para siempre. Subestimaron la capacidad del hombre para edificar nuevas relaciones productivas.

Los detractores siguen sin darse cuenta que el futuro del empleo, de hecho, ya está aquí. Se llama “economía colaborativa” (sharing economy en inglés). La definición de Wikipedia es la más precisa: “Un sistema económico en el que se comparten e intercambian bienes y servicios a través de plataformas digitales”. Desde choferes privados y tintorerías hasta empleadas del hogar y alojamiento, e incluso besos y abrazos…

Imagine un domingo en su casa. A medianoche, sin más, descubre una fuga de agua en su baño. ¿Un plomero a esas horas? Imposible… ¿cierto? Lo que usted no sabe es que a 10 minutos vive uno que está dispuesto a ayudarle. Pero no saberlo es como si no existiera; entonces, ¿por qué no tener un sistema de geolocalización que se lo dijera… que le dijera a usted que a 10 minutos vive un plomero dispuesto a asistirlo, y, al plomero, que a 10 minutos hay un cliente dispuesto a pagarle? Bueno, pues eso es precisamente lo que resuelve la “economía colaborativa” a través de telefonía celular: conectar gente que busca “algo” con gente que lo ofrece. La cantidad de bienes y servicios que pueden imaginarse en este esquema es literalmente infinito: desde comida casera y chefs privados, hasta maquinaria pesada, manicure y clases de francés.

El mejor ejemplo es Uber, la aplicación digital que conecta a pasajeros con conductores privados. Si usted tiene un coche y le sobra tiempo los domingos, ¿para qué tenerlo estacionado? Inscríbalo a Uber y conviértase en chofer amateur. ¿Cómo? La aplicación lo conecta con usuarios que necesitan un aventón; usted pasa por ellos, los lleva a su destino, y Uber hace un cargo a la tarjeta del pasajero basado en distancia y tiempo (calculado con GPS). La compañía se queda con el 20% de comisión, y el 80% restante es para usted. Si hace 10 viajes de 150 pesos un domingo cualquiera, ganó 1,200 pesos que no tenía contemplados. ¡Ah!, y si usted no quiere ser el chofer, no se preocupe… puede contratar a alguien que trabaje su coche. ¿Qué le parece? Así no sólo explotó un bien que antes no producía, sino que dio empleo.

Otro buen ejemplo es Airbnb, un servicio similar a Uber pero de alojamiento. Supongamos que usted tiene un departamento, sus hijos ya se casaron y tiene tres cuartos disponibles. ¿Para qué tenerlos desocupados? Mejor los inscribe a Airbnb y los renta por noche, semana, mes, año, o el tiempo que usted quiera, a los millones de usuarios que la compañía tiene en todo el mundo. Usted decide el perfil de huésped que quiere recibir: extranjeros, parejas, sólo mujeres, con mascota, viajeros, etcétera. Igual que Uber, la compañía garantiza –a través de sistemas de puntuación y calificación entre usuarios y clientes, filtros de entrada, perfiles psicológicos, e historial de servicio– que la experiencia sea segura y agradable para ambos lados. Cualquier problema quedará registrado en el perfil y, por consiguiente, cada lado dará lo mejor de sí: se fomenta una verdadera meritocracia.

Desde luego que esto no es nuevo en la economía: los intermediarios acaso han existido desde que se erigió el capitalismo global. La diferencia es la enorme eficiencia y precisión con la que –por medio de complejos algoritmos que estiman flujos, necesidades y volúmenes de manera casi instantánea– la tecnología lee e interpreta los ciclos de oferta-demanda. Pero lo más importante –y es aquí donde creo que finalmente se resuelve la escasez de empleo que tanto angustió a los ludditas desde la caída de la economía industrial– es que uno podrá proveer bienes y servicios sin depender de un empleador. Por un lado, es la atomización de los monopolios; por otro, la diversificación de la ocupación humana. En unas décadas ya no nos ganaremos la vida sentados en un escritorio de 9 a 9 con un jefe que nos amedrenta. Se acabarán las pesadillas fabriles de Charles Dickens. El pan llegará contando historias a los niños, sirviendo cocteles a domicilio, paseando perros, alquilando la máquina pulidora de mármol que sólo usamos una vez al año, llevando a gente a Veracruz, dando clases de matemáticas. Dentro de unos años, probablemente lo único que necesitemos para ganarnos la vida –de una forma u otra– sea una humilde conexión a Internet.


Pablo Majluf es periodista y maestro en comunicación por la Universidad de Sydney, Australia. Es coordinador de información digital del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY). Las opiniones de Pablo Majluf son a título personal y no representan necesariamente el criterio o los valores del CEEY.

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