miércoles, enero 29, 2014

Viaje al cerebro de los líderes

El líder se hace, pero también nace. Los últimos avances en neurociencia y en la investigación del genoma han detectado como hay genes relacionados con el ejercicio del poder y cómo este puede llegar a modificar el cerebro del que manda, sus emociones, empatía y relación con los otros.

¿Por qué muchos líderes se vuelven prepotentes, arrogantes, despiadados e insensibles? ¿Por qué cuando alguien adquiere más o menos poder con frecuencia olvida lo que sentía, pensaba o esperaba de sus jefes antes de mandar? Se ha escrito mucho de los aspectos psicológicos y sociales del liderazgo, pero pocos conocen los cambios estructurales y hormonales que se producen en el cerebro de los líderes.

En la naturaleza muchas especies animales viven en grupos porque eso supone una ventaja evolutiva, además la posibilidad de supervivencia se ve notablemente incrementada cuando se cuenta con individuos que ejercen un liderazgo. Dejando de lado el tipo de especie, estos líderes comparten rasgos comunes que pueden verse potenciados con la interacción entre los miembros. Los humanos también somos especie grupal. Todos nos sentimos identificados con uno o más grupos –nacional, profesional, cultural, lingüístico, deportivo...–, pero hay personas a quienes, además, también les gusta ejercer el poder en el grupo. Con todo, el liderazgo no es asequible a todo el mundo; es necesario tener un temperamento especial. Todo aquel que ha conocido a algún líder antes de que empezase a ejercer el poder coincide en decir que el ejercicio del poder lo ha cambiado. Ya no son los mismos que eran. Por citar algún ejemplo, aquellos que conocen bien a Obama dicen que, tras un año de mandato, cambió y que su actitud hacia los demás empezó a ser distinta: más lejana, más distante, más fría, incluso a veces hasta manifiestamente esquiva. Y si en alguna ocasión hemos ejercido el poder en algún grupo, por pequeño que este sea, y hacemos un ejercicio de sincera introspección, deberemos reconocer que tras un tiempo ejerciéndolo, el poder también nos ha cambiado.

¿Qué hace que una persona sea un líder nato, y por qué el poder lo cambia y nos cambia si lo ejercemos nosotros? La pregunta no es fútil porque una vez escogemos a un líder, o estos se escogen a sí mismos (manera elegante de decir que maniobran dentro de su grupo con más o menos sutileza para imponerse), delegamos en ellos parte de nuestras decisiones. Y también tendemos a seguirlos, aunque a veces, o a menudo, lo hagamos a regañadientes.

La tribu y su líder 
Antes de hablar de los líderes, hay que indagar en los grupos que encabezan. Todos tenemos tendencia a identificarnos con un grupo, de integrarnos en él, lo que en biología social se llama tribalismo. El biólogo Garrett Hardin definió el concepto de tribu como “cualquier grupo de personas que se considere a sí mismo un grupo diferente y que sea percibido por el mundo exterior de la misma manera”. Este grupo puede ser una etnia, una secta religiosa, un grupo político, una categoría profesional... La característica esencial de una tribu es, sin embargo, que sigue una regla de doble moral, es decir, que utiliza un paradigma moral para el comportamiento en las relaciones dentro del grupo, y otro distinto para las relaciones que se producen fuera de él. Esto hace que, en general, la mayor parte de personas dividan el mundo entre los que pertenecen a su propio grupo y los que no pertenecen a él, entre propios y ajenos, una clasificación primaria muy básica pero sin embargo muy efectiva desde el punto de vista de la vida social. Así, casi desde el nacimiento podemos detectar automáticamente quienes son los nuestros y los distinguimos de los demás. Y tendemos a cooperar, a mostrar lealtad y ayudar con más facilidad a los primeros que a los segundos.

Esta diferenciación entre propios y ajenos se establece en nuestro cerebro, en base a sus mecanismos neuronales y neuroquímicos que funcionan especialmente en las redes que procesan las emociones básicas y las sociales. Un ejemplo de ello es la amígdala, una pequeña porción de nuestro cerebro que se ha especializado, entre otras funciones, en el análisis de lo que es diferente de nosotros, en identificar a los ajenos, una percepción que interpreta como una posible señal de peligro. También la corteza prefrontal medial, el surco temporal superior derecho y la corteza occipital medial se activan en presencia de personas de nuestro grupo, lo que nos proporciona una sensación subjetivamente agradable.

¿Qué tiene todo ello que ver con los líderes?
Pues que contribuyen, con el ejercicio del poder, a mantener la cohesión, acentuando las similitudes entre sus miembros y las diferencias con los que no lo son. Y ello nos lleva a lo que apuntábamos al principio de este artículo, que para ejercer el liderazgo es necesario tener un temperamento especial. Pues bien, este talento especial requiere de unos ingredientes facilitadores de comportamientos de búsqueda y consecución por mandar. Simplificando mucho es lo que se denomina macho alfa, por comparación con otros primates que también se estructuran socialmente en grupos, aunque en la especie humana no se restrinja en absoluto al sexo masculino –lo que no quita que, aparentemente, este deseo de dominancia se dé más en hombres–. A todo ello contribuyen factores neurohormonales y neuroquímicos, como la testosterona, hormona que abunda más en hombres que en mujeres y que se relaciona no sólo con aspectos de la diferenciación sexual sino también con el deseo de dominancia social. La testosterona no sólo cambia la conducta, sino la anatomía del sujeto dominante (en los primates sobre todo), cuyos cuerpos aumentan de tamaño y su pelo se platea.

Además, las encuestas apuntan que las características más valoradas en los líderes son el carisma, una cierta impulsividad, autoconfianza y creatividad a la hora de buscar nuevas soluciones a los problemas. Y su nivel de estrés suele ser inferior al de la población que lideran. En los grupos más jerarquizados, los sujetos que se encuentran en los niveles más bajos del organigrama social tienen niveles más altos de cortisol, la hormona del estrés. Todo ello podría resultar beneficioso en un líder, pero a menudo estas características van asociadas también a impetuosidad, incompetencia impulsiva, rechazo a escuchar y a aceptar consejos, imprudencia y falta frecuente de atención a los detalles, lo que a su vez puede resultar desastroso y causar daños de grandes proporciones, como la historia no deja de mostrarnos. Decididamente, un líder precisa un temperamento especial.

Los líderes y sus genes 
No hay muchos estudios genéticos sobre la capacidad de liderazgo, probablemente por la reticencia de muchos líderes a ser examinados por miedo a que se descubran sus secretos –o miserias–, lo que probablemente disminuiría la sensación de poder que transmiten a sus subordinados y, en general, a la opinión pública. Pero los pocos trabajos que se han efectuado son muy significativos. Un estudio puesto en práctica el año pasado con parejas de gemelos idénticos, que comparten el 100% del genoma, y con gemelos fraternos, que comparten muchos menos genes, permitió establecer que la heredabilidad de la capacidad del liderazgo se sitúa en torno al 24%, lo que no está nada mal para un carácter del comportamiento en el que confluyen muchos factores diferentes.

Sin duda el líder se hace, pero también nace
Además, también se identificó un gen directamente relacionado con esta capacidad. Se trata del receptor neuronal de la acetilcolina (CHRNB3, según las bases de datos del genoma humano), y su función es recibir y transmitir información. En función de la variante concreta que tengamos para este receptor, partiremos de una mejor o peor predisposición para ser líderes natos. La acetilcolina es un conocido neuromodulador que actúa a nivel de la plasticidad neural, de los sistemas de recompensa del cerebro (influyendo en el neurotransmisor clave, la dopamina) y del nivel de activación general del mismo, lo que en terminología neurocientífica se denomina arousal. Estos datos hablan por sí mismos, puesto que sin duda el nivel de activación general del cerebro influye en la capacidad de liderazgo, y el sistema de recompensa hace que el líder sienta placer al ejercer el poder y, por eso, quiera seguir ejerciéndolo.
La selección natural y el acervo genético pueden ser factores importantes para delimitar los roles en animales sociales. Llegados a este punto cobra especial importancia la siguiente cuestión: ¿Nacemos líderes o nos esforzamos para serlo? En muchos grupos de animales, la actividad coordinada se ve facilitada por la emergencia de líderes y seguidores. No obstante, muchos de los grupos experimentan cambios frecuentes en el papel de líder. Recientemente, un grupo de investigación de la Universidad de Cambridge ha mostrado en parejas de peces espinosos (Gasterosteus aculeatus) que es posible modificar el papel de estos animales reforzando su conducta con comida. De todas formas, lo curioso es que el líder es capaz de adoptar el papel de seguidor con relativa facilidad mientras que el seguidor es incapaz de liderar.

Líderes y trastornos mentales 
Nadie duda de que no todos los líderes son iguales: hay líderes y líderes (dejemos que todos y cada uno de nuestros lectores ponga los calificativos que crea más oportunos tras la palabra líderes). Hagamos un pequeño salto en el tiempo: 11 de febrero de 1945, palacio de Livadia (Ucrania). Se da por terminada la conferencia de Yalta y se firma el acuerdo entre los tres principales líderes aliados de la Segunda Guerra: Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Iósif Stalin. Es un acuerdo que cambiará el mapa político mundial y la historia, firmado entre los tres líderes que pusieron fin a la pesadilla del nazismo.

Es bien conocido que Winston Churchill sufría de un trastorno bipolar, y que pasaba de profundas depresiones melancólicas, que él mismo llamaba black dogs (perros negros), a episodios hipomaníacos (eufóricos) en que se mostraba francamente irritable, agresivo, perdía grandes cantidades de dinero jugando, recibía visitas políticas en ropa interior o en la bañera, prácticamente no dormía y consumía grandes cantidades de whisky. De Roosevelt se dice lo mismo, aunque no queda tan claro –hay quien le acusa de haber cedido demasiados puntos a Stalin durante la susodicha conferencia, y algunos historiadores lo defienden diciendo que por aquellas fechas estaba deprimido–. Stalin, a su vez, sufría de algún tipo de trastorno que cursaba con paranoia –probablemente un trastorno delirante crónico–, y estaba convencido que todo el mundo le quería matar. Anecdóticamente, en su nota de pésame a Eleanor Roosevelt, le expresó el convencimiento de que su marido Franklin había sido envenenado y le ofrecía su ayuda en la investigación y búsqueda del culpable.

Como mínimo dos de los tres líderes que salvaron el mundo del terror nazi sufrían un trastorno mental grave –lo que hizo que, en algún caso, sumiesen a su propio pueblo a un terror comparable, el caso de Stalin–. Y no es que las cosas fueran muy diferentes en el otro bando: Adolf Hitler necesita varios libros para él solo, porque los expertos no se ponen de acuerdo en definir la psicopatía que sufría, pero sin embargo era alguna forma de trastorno de la personalidad, posiblemente de características paranoides y narcisistas. Sin duda estos y otros trastornos se dan en muchos o en todos los dictadores, como algunos trabajos han puesto de manifiesto con dictadores más recientes como Sadam Husein y Kim Jong Il.

Se podría argumentar que en tiempos de guerra ponemos nuestros destinos en manos de los líderes más arriesgados, pero la realidad es bien distinta: uno de los pocos estudios realmente fiables al respecto muestra que casi la mitad (el 49%) de los presidentes de los EE.UU. entre 1776 y 1974 sufrían algún tipo de trastorno mental: el 24% sufría de depresión, el 8% de trastorno bipolar y otro 8% de alcoholismo. Esta lista incluye nombres tan ilustres como Abraham Lincoln (depresión psicótica), Theodore Roosevelt (primo de Roosevelt y también con trastorno bipolar), Richard Nixon (abuso alcohólico) y Dwight D. Eisenhower y Lyndon B. Johnson (ambos con trastorno depresivo). La magnitud de estos hechos es tal que algunos expertos hablan del síndrome de Hubris (arrogancia), que relaciona psicopatología y poder.

Es posible que haya un punto atávico facilitador en la enfermedad psiquiátrica para acceder a los puestos de poder, de la misma manera que es sabido que, como mínimo en los EE.UU., los líderes que son altos son más votados que quienes son bajos. ¿De qué características atávicas estamos hablando? Probablemente se relacionan con el hecho de que las personas que sufren un trastorno psiquiátrico en combinación con una determinada personalidad son más arriesgadas, más impulsivas, más carismáticas y más creativas. Es decir, que reúnen las condiciones que la sociedad valora más en un líder. Roy Porter, en su obra A social history of madness: stories of the insane (Una historia social de la locura: historias de locos) escribe: “La historia de la locura es la historia del poder. Porque imagina el poder, la locura es a la vez la impotencia y la omnipotencia. Ella necesita el poder de controlarlo. Al amenazar a las estructuras normales de la autoridad, la locura se dedica a un diálogo –un interminable monólogo a veces monomaníaco– sobre el poder”.

El poder cambia el cerebro Este artículo arrancaba diciendo que el ejercicio del poder cambia el cerebro de los líderes. Algunos sencillos experimentos consistentes en otorgar un papel de poder o sumisión a sujetos experimentales normales tan sólo durante un rato, mientras dura el experimento, detectan que el que manda se vuelve más frío emocionalmente, más distante, menos empático con sus congéneres y más motivado en pensar en sí mismo. No se han hecho esos estudios con personas poderosas comparándolas con otras que no lo son, así que no puede responderse a la pregunta de si la proclividad temperamental previa al poder produce todavía más frialdad emocional que dar poder a quién no lo busca.

La prepotencia o arrogancia derivada del acceso al poder se desarrolla sólo después de haber ejercido el mando durante un período de tiempo, y se caracteriza por una acentuación de rasgos de personalidad narcisistas, antisociales e histriónicos. Las personas que lo padecen ven el mundo como un lugar para la auto-glorificación a través del uso del poder, tienen una tendencia a actuar para mejorar su imagen personal, muestran una preocupación desproporcionada por su apariencia y presentación, exhiben un celo mesiánico y una exaltación en el habla, confunden su persona con la organización que lideran, muestran una excesiva confianza en sí mismos, hasta el punto de creerse invulnerables (y actuar con total impunidad, algo que pueden acabar lamentando más tarde) y un desprecio manifiesto hacia los demás.

La prepotencia puede afectar a cualquier persona dotada de poder, y se encuentran ejemplos en campos muy dispares, como líderes empresariales, políticos, artistas y gurús religiosos, entre otros. De hecho, el colapso financiero de 2008 puso de manifiesto que algunos banqueros internacionales también mostraban signos marcados de este síndrome, lo que probablemente agravó sus consecuencias. Un ejemplo: el 18 de noviembre de aquel año, tras la caída de Lehman Brothers y Merrill Lynch, tres presidentes de grandes compañías automovilísticas acudieron al Senado de Estados Unidos a pedir al Gobierno un préstamo de 18.000 millones de euros por falta de liquidez. Para el asombro de la prensa y de todos los presentes, los presidentes se presentaron en el Senado a pedir dinero tras aterrizar con sus respectivos jets privados. A ninguno se le ocurrió que aquello no era una buena idea, y nadie se atrevió a sugerirles desplazarse en un vuelo regular. El escándalo fue mayúsculo. Existen ejemplos más cercanos y de franca actualidad –algunos de ellos con connotaciones criminales– que no entraremos a comentar. ¿Se puede prevenir o combatir la prepotencia? Posiblemente sí. El primer precepto es ser consciente de ella. El César se hacía acompañar de un hombre que le recordaba constantemente al oído “recuerda que sólo eres un hombre”. 

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